Este Jueves Santo, el monseñor Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires, celebró la misa crismal en la Catedral Metropolitana ante todo el presbiterio porteño.
En su homilía, en ex obispo de Santa Cruz sostuvo: “Ante la cultura de la indiferencia, no queremos dar vuelta la cara frente a los rostros concretos de Cristo en los que sufren. Que nuestros ojos estén empapados por las lágrimas de sentir en nuestros corazones el dolor y la tristeza de tantos hermanos golpeados por la injusticia, por la enfermedad, por la muerte”.
Además, García Cuerva pidió “estar cerca de la gente, encontrarnos con todos desde nuestra propia fragilidad, no como maestros de la ley que juzgan y atan pesadas cargas, sino, como dice Francisco, como sacerdotes abrazados por el deseo de llevar el Evangelio a las calles del mundo, a los barrios, a los hogares, especialmente a los lugares más pobres y olvidados”.
En otro tramo de su homilía, el arzobispo porteño recordó al padre Carlos Mugica, sacerdote fundador del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y del movimiento de Curas villeros, así como partícipe de las luchas populares de la Argentina de las décadas de 1960 y 1970.
“En pocos días más estaremos recordando los 50 años del asesinato del padre Carlos Mugica, un hermano sacerdote, con sus luces y sombras, (como nosotros), que entregó su vida por Jesús y el Evangelio, en una Argentina convulsionada y violenta. La mirada anacrónica cargada de ideologismos nos empañó los ojos y no pudimos acercarnos a él sino desde la grieta. Y así fue que nos lo secuestraron los apasionamientos políticos partidarios”, manifestó García Cuerva.
En ese tenor, agregó: “Carlos era un sacerdote de Cristo, Carlos era un cura de nuestro clero, Carlos era un apasionado por la Buena Noticia de Jesús que recibió la ordenación sacerdotal en esta catedral en diciembre de 1959 de manos de monseñor Antonio Caggiano, y que se entregó por los más pobres. En una ocasión el padre Mugica decía que cuando cosificamos al otro, hay pecado; que cuando utilizamos al otro, hay pecado; que cuando respetamos a la persona del otro, hay amor”.
“No dejemos que la figura de nuestro hermano sacerdote Carlos Mugica sea usada o cosificada; en este año damos gracias al Señor por su testimonio, y como Iglesia de Buenos Aires hacemos memoria agradecida por su vida“, concluyó.
Homilía completa de la Misa Crismal 2024 del arzobispo Jorge García Cuerva
“Ungidos por Su mirada y por el óleo de la alegría”
Jesús era un hombre conocido en su pueblo. Nos remarca el Evangelio que como de costumbre va a la sinagoga (vers 16); no parece haber nada especial en esta escena. Sin embargo, al terminar de leer la lectura del pasaje del profeta Isaías, el Señor se sienta y en ese momento, todos tienen sus ojos fijos en él (vers 20). Lo miran, no pueden quitar sus ojos de Jesús; diversas miradas, todas seguramente expresan algo más profundo.
En la misa crismal celebramos la condición sacerdotal de todo el Pueblo de Dios, de todos los miembros de este Cuerpo místico de Cristo, a los que el mismo Jesucristo hace partícipes de su unción espiritual en el bautismo y la confirmación.
Y también hacemos memoria del día de la institución del sacerdocio ministerial y de nuestra propia ordenación sacerdotal; por eso quisiera comenzar preguntándonos dónde tenemos puesta nuestra mirada, si tenemos los ojos fijos en Jesús, si tenemos puesta nuestra vista y atención en Él.
Nuestros ojos fijos en Jesús Eucaristía: renovarnos en nuestro deseo de encontrarnos en la oración personal con el Señor, porque ella es “el respiro de la vida” como nos dice Francisco. La vida de oración no se presenta como una alternativa al trabajo o a los otros compromisos que estamos llamados a desarrollar durante el día, sino más bien como aquello que acompaña cada acción de la vida. Ese Pan que consagramos con nuestras pobres manos, ese Pan que desde la mesa del altar compartimos con nuestro pueblo, porque la Eucaristía es verdadera comida con sabor a todos. Ese Pan de vida, que, desde el sagrario, nos rearma la vida después de los cansancios de la jornada, al que le dejamos nuestras preguntas, nuestros clamores, nuestros miedos, y fracasos. Y en la oración somos ungidos por su mirada, porque los ojos de Jesús pueden devolvernos ese brillo que solo el amor gratuito puede dar, ese brillo de la mirada que a diario nos lo roban las imágenes interesadas, superficiales, prejuiciosas o mediáticas.
Nuestros ojos fijos en Jesús pobre: Ante a la cultura de la indiferencia, no queremos dar vuelta la cara frente a los rostros concretos de Cristo en los que sufren, Que nuestros ojos estén empapados por las lágrimas de sentir en nuestros corazones el dolor y la tristeza de tantos hermanos golpeados por la injusticia, por la enfermedad, por la muerte. Estar cerca de la gente, encontrarnos con todos desde nuestra propia fragilidad, no como maestros de la ley que juzgan y atan pesadas cargas (Cfr. Mt 23, 4), sino, como dice Francisco, como sacerdotes abrasados por el deseo de llevar el Evangelio a las calles del mundo, a los barrios, a los hogares, especialmente a los lugares más pobres y olvidados.
Nuestros ojos fijos en nuestros hermanos sacerdotes: Redescubrirnos hermanos, vulnerables y pecadores, llamados por el Señor para seguirlo en el ministerio sacerdotal; cada uno con su estilo e ideas, cada uno con sus talentos y defectos, pero todos hermanos, miembros de la misma familia sacerdotal, del mismo presbiterio. Mirarnos con misericordia, mirarnos como nos mira Jesús, mirarnos entre nosotros sin prejuicios, sin ojos condenatorios y crueles que rompen la comunión.
En pocos días más estaremos recordando los 50 años del asesinato del padre Carlos Mugica, un hermano sacerdote, con sus luces y sombras, (como nosotros), que entregó su vida por Jesús y el Evangelio, en una Argentina convulsionada y violenta. La mirada anacrónica cargada de ideologismos nos empañó los ojos y no pudimos acercarnos a él sino desde la grieta. Y así fue que nos lo secuestraron los apasionamientos políticos partidarios. Carlos era un sacerdote de Cristo, Carlos era un cura de nuestro clero, Carlos era un apasionado por la Buena Noticia de Jesús que recibió la ordenación sacerdotal en esta catedral en diciembre de 1959 de manos de monseñor Antonio Caggiano, y que se entregó por los más pobres. En una ocasión el padre Mugica decía que cuando cosificamos al otro, hay pecado; que cuando utilizamos al otro, hay pecado; que cuando respetamos a la persona del otro, hay amor.
No dejemos que la figura de nuestro hermano sacerdote Carlos Mugica sea usada o cosificada; en este año damos gracias al Señor por su testimonio, y como Iglesia de Buenos Aires hacemos memoria agradecida por su vida.
Nuestros ojos fijos en nuestra Iglesia arquidiocesana: Somos familia, no somos sacerdotes a título privado; no es de Dios cortarnos solos, encerrarnos en nosotros mismos, victimizarnos o creer que nadie nos quiere y acepta; somos célibes por el Reino de los Cielos, no solterones amargados, con vidas raras, oscuras, que se transforman en acumuladores de rencores, chúcaros y aislados. Sacerdotes de esta Iglesia de Buenos Aires, desafiante y compleja, diversa y apostólica, a la que servimos, entregando nuestra vida, pero con una mirada más amplia que mi dormitorio, mi departamento, mi parroquia o mi colegio. Somos más que mi ministerio y obra evangelizadora, somos pueblo de Dios, donde todos somos importantes, donde tampoco queremos caer en romanticismos que nieguen las diferencias porque no es sano huir de los conflictos, o ignorarlos. Pero siempre con el ideal de resolverlos y de lograr armonizar las divergencias. Hermano sacerdote, te necesitamos, nos necesitamos, no te cortes, no te encierres, vivamos a fondo lo que dice Jesús: Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.
Y así, ungidos por la mirada de Jesús, que nuestra mirada sea reflejo de la misericordia de Jesús, que sigue eligiendo a los pecadores y a los descartables de nuestra sociedad. Que nuestras pupilas se ensanchen en la noche, para descubrir a quienes viven en la oscuridad del pecado, en las tinieblas de la tristeza y la desesperanza. Que nuestra vista sea límpida, transparente, sin prejuicios; que vea a la distancia, y así, sepa de los alejados y de los que no están.
Que nuestra mirada sea despierta, vivaz, profundamente alegre, que exprese que llevamos un tesoro que nos desborda y que es para compartir: la Buena Noticia que hoy Jesús lee en la sinagoga y encarna con su propia vida. A nosotros también el Espíritu del Señor nos ha consagrado por la unción, nos ha ungido con el óleo de la alegría (cfr. Is 61, 3); una alegría que brota desde dentro, una alegría sostenida en el triunfo de la Vida sobre la muerte.
Una alegría fervorosa, que se irradia como el mejor antídoto contra el desaliento, la mala onda, la protesta constante que nos hace quejosos apesadumbrados. Es verdad que muchas veces nos cansamos; bajamos los brazos, pero esto sólo puede ser momentáneamente. No podemos permitir que la acedia nos seque el alma; debemos recordar una vez más, y traer a la memoria del corazón, las palabras del documento de Aparecida, que nos dice que conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo.
Una alegría popular, que se comparte; que se gesta en el encuentro con el Pueblo de Dios, que se nutre en los diálogos, en las eucaristías comunitarias, en las diversas celebraciones, en el compartir con las familias, con los vecinos; por eso nos dice el Papa Francisco: Para ser evangelizadores de alma hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo.
Una alegría inquieta y buscadora; que no se acomoda en un rincón del alma hasta dormirse, sino que sale a buscar a los tristes, a los pobres, a los cautivos de la soledad y la depresión; a los presos del orgullo, de la soberbia, y del egoísmo; a los oprimidos por la injusticia, por la falta de trabajo, por la esclavitud de la droga, de la trata y la violencia; a los ciegos por el odio y el resentimiento.
Por último, permítanme como arzobispo darles gracias, gracias por su entrega generosa y su entusiasmo misionero.
Gracias a los sacerdotes mayores por su testimonio de fidelidad, y sabiduría evangélica. Gracias cuando, reconociendo los achaques propios de la edad, humildemente se dejan ayudar y animan a los más jóvenes a tomar la posta.
Gracias a los que ponen mucha fuerza en la misión, por no resignarse al siempre se hizo así, por cuestionar y querer que muchas cosas cambien.
Gracias por estar cerca de la gente, por acompañar a los que sufren, a los enfermos, a los adolescentes y jóvenes, a los más afectados por la crisis económica, a los que están sobreviviendo en la calle, a los presos, a los depresivos, a los migrantes, a los que viven una profunda angustia de soledad.
Gracias a los que diariamente, frente al Santísimo y en la misa ofrecen su vida y las de sus comunidades a Dios, con interrogantes, miedos, fracasos y esperanzas. Y en lo más personal, gracias, sinceramente y de corazón, por su cercanía y acompañamiento, por aceptarme, por enseñarme a caminar como obispo en la compleja realidad de la ciudad, gracias por su sinceridad y por su cariño.
Gracias porque experimento con ustedes la alegría de ser hermanos.
Que el Señor sea fuente de nuestra alegría de discípulos ungidos por su mirada; que nos reanime en el entusiasmo de seguirlo, y que su Madre acaricie nuestro corazón sacerdotal, intercediendo por nuestras intenciones y las de nuestras comunidades.
Mons. Jorge García Cuerva
Arzobispo de Buenos Aires
Jueves Santo, 28 de marzo 2024
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