Cristina Giménez

Me resultó fácil enamorarme del territorio patagónico.
De sus matas negras, diseminadas como las pecas de una joven pelirroja o de su color monótono iluminado por hilos de plata.
De las tardes de cosecha, sin verdes y con acertijos, jugando a encontrar escondidas en la tierra las achicorias y en el mar los sombreritos.
En laberintos con los pingüinos me perdí, como perdí el aliento al bajar un pedregal, para mirar al lobo de mar cansado del juego de las focas.
Sin medir la distancia acaricié el lomo de un león, me hamaqué en las horquetas y vi el turquesa perfecto debajo del puente, donde gobernó un comandante.
Pinté de bordó mis dedos con la cerezas más dulces y se deshicieron en mi boca las finas costillas del cordero.
Una tarde navegando lloré frente a la imponencia del hielo. En otra ocasión por el Lago del Desierto el hielo se me impuso desde arriba.
Acaricié el pelaje de un chulengo, una oveja y vi bailar las plumas de un charito tras su madre.
Caminé por un estrecho sendero, delineado por un río de colores y aunque no pude dejar mi huella en la cueva, muchas veces las vi hacerse agua en las tarde de invierno.
Recorrí a rueda una larga línea de asfalto, desde su nacimiento hasta el fin del mundo. Me mostró por la ventanilla puños que subían y bajaban perforando, agujas de reloj gigantes moviéndose al ritmo del viento, a veces montañas, bosque y más frecuente fue mirar el desierto.
No sé cuando llegue el fin de este viaje. Pero siempre encuentro un rincón para esconderme, rodearme con su belleza, su calma. O con sus poetas. (Del taller literario, “Lo escrito, escrito está”).

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