(Por Alberto Chaile, autor de Las Huellas del Frío)

El glaciar Perito Moreno ha iniciado un nuevo proceso de ruptura. Es el segundo día y hace mucho frío. Más que ayer. Apenas escuché que las aguas del Lago Rico habían empezado a filtrar la presa natural, salí para el parque nacional. Hoy me costó un poco más llegar. La multitud que se ha convocado, con la esperanza de ver caer el puente de hielo, avanza entusiasmada por las pasarelas como fieles en procesión. Desde arriba se escucha el retumbar de los desprendimientos. Siento una mezcla de ansiedad y emoción. Voy a ser testigo de un acontecimiento natural único en el mundo.
Llueve. Estoy parado sobre una de las pasarelas, con la cámara lista, viendo cómo se desploman inmensas paredes de hielo. La gente está eufórica. Grita para desahogar la emoción. “Es un milagro”, dice una mujer que está con las palmas de las manos juntas, como rezando una plegaria, y en su cara se deslizan gotas de lluvia que parecen lágrimas. Después es todo silencio. Sólo el murmullo del río de hielo que cruza, torrentoso, el Canal de los Témpanos, drenando las aguas del Brazo Rico hacia el Lago Argentino. Lo hace con fuerza, como si huyera del encierro al que por meses lo sometió la presa glaciaria.
Siento que la humedad se me arraiga en las espaldas. Me vine bien abrigado. Como para soportar este y mucho más frío aún. Recuerdo la última ruptura. Cuando estaba por venir, encendí el televisor y me encontré con la noticia de que el puente ya se había caído. Lamenté no haberme levantado más temprano. Desarmé la mochila y bajé a la Bahía Redonda. Me quedé allí, mirando el paisaje. No podía sacarme de la cabeza la imagen del puente cayendo que mostraba el noticiero; ni la amargura por no haber llegado a tiempo. En eso, cruzó, en vuelo rasante, frente a mis ojos, un gavilán ceniciento. El susto que me pegué me volvió a la realidad. Miré el canobote amarrado a uno de los gaviones. Es un buen momento para dar un paseo, me dije. Llamé a mi nieto, busqué los remos, los salvavidas y salimos a navegar, entre cisnes, patos y coscorobas, por ese paisaje tan nuestro.
Los ojos, las lentes, los celulares, todo está enfocado hacia el puente que ahora une al glaciar con la tierra firme. ¿Piensas que caerá ahora?, pregunta un turista. Puede ser, nunca se sabe, respondo sonriente, para no desalentar el entusiasmo que tiene dibujado en la cara. Lo que sí sé es que los tiempos del glaciar vibran al ritmo que les impone la propia naturaleza, pienso, pero no se lo digo.
Hace un buen rato que no hay actividad. La furia del ventisquero, como diría el “Lobo” Peña, se ha tranquilizado. La que no calma es la lluvia. Miro la hora y ya van a ser las seis de la tarde. Sigue habiendo mucha gente, aunque no tanta como a la media tarde. Decido subir a la confitería. Me doy vuelta y empiezo a caminar. No creo que se le ocurra a caer justo ahora, me digo. Me alejo unos pasos y siento un estruendo y la ovación de la gente. Me acerco para mirar, por suerte, sólo ha sido una de las paredes que lo bordean que se ha desprendido.
El snack está lleno. Muchos vecinos de la ciudad. Con algunos hace tiempo que no nos vemos. Se respira euforia, felicidad y cansancio. El ambiente climatizado invita a resguardarse en él. En un plasma están proyectando las imágenes de la ruptura de 2016, cuando no pude llegar. No vaya a ser cosa que el puente se caiga en este momento, pienso y abandono el lugar
El cielo está encapotado. De fondo, detrás del glaciar, una densa bruma lo cubre todo. Un periodista me pide un pronóstico acerca de la hora que creo que puede caer el puente: a las cuatro de la mañana, respondo, convencido, como si esta fuera una película que ya vi. Bajo un poco más, hasta el segundo balcón. Lo hago más tranquilo. Como si me hubiera convencido de que lo que acabo de decir ocurrirá, que el ventisquero se ha reservado el final del proceso de ruptura para que acontezca en absoluta soledad.
Ya no queda tiempo. Pronto habrá que dejar el parque. Tomo las últimas fotos y emprendo la vuelta. Cada escalón que subo me parece eterno. Camino decidido. Me niego a mirar para atrás. En el aire se respira el deseo de que aguante, que no caiga hasta mañana. Y si no es así, igual, no hay problema. Seguro habrá otra oportunidad. Impredecible, contra todos los pronósticos, ya rompió seis veces en lo que va de este siglo. La ruptura es sólo un síntoma más de que la magia del ventisquero sigue latiendo entre nosotros.

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