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Mabel Alcaraz nunca imaginó que el dolor por la salud de su hija se vería agravado por otra pesadilla. Mientras se encontraba en Caleta Olivia, Santa Cruz, donde había viajado de urgencia para acompañar a su hija internada tras un accidente, delincuentes ingresaron a su vivienda en Comodoro Rivadavia y se llevaron prácticamente todo. Pero el daño fue más allá de lo material: la inseguridad penetró hasta lo más íntimo de su familia, dejando secuelas emocionales profundas, especialmente en su hija menor, de tan solo 7 años, que dormía en la casa al momento del hecho.
“Me dejaron sin nada”, relata Mabel con la voz quebrada. No sólo se llevaron sus pertenencias más preciadas, sino también las herramientas que le permitían trabajar dignamente como peluquera: tijeras profesionales, secador, planchita, máquinas de corte, peines, productos. Todo. “Es lo único que tengo para salir adelante”, suplica con entereza, mientras intenta recomponerse del golpe.
Los delincuentes actuaron con total impunidad durante la madrugada aprovechando la situación.
La escena del robo es de una frialdad impactante. Los delincuentes actuaron con total impunidad durante la madrugada, aprovechando la vulnerabilidad del momento: Mabel estaba fuera de la ciudad y en la vivienda dormían sus dos hijas. Ningún vecino escuchó nada, ningún testigo vio movimientos sospechosos. Como si el barrio entero hubiese sido silenciado por el miedo o la indiferencia.
“Nos enteramos después que los ladrones estaban armados con cuchillos”, cuenta Mabel. “Gracias a Dios que mis hijas no se despertaron ni los enfrentaron. No sé qué podría haber pasado”. Esa frase encierra el verdadero drama: el miedo que no cesa, el alivio por lo que no fue y el horror por lo que pudo haber sido.
La lista de lo robado parece interminable: un televisor de 54 pulgadas, otro de 32, camperas, zapatillas, perfumes que su hijo había recibido de regalo hace apenas unos días. Hasta las ollas de la cocina desaparecieron. El microondas quedó, pero destruido. “Recién ahora me prestaron una olla”, agrega, con un dejo de resignación que duele.
Pero el daño más profundo no se mide en objetos. “Mi nena de 7 años tiene miedo, me pide que duerma con ella, cualquier ruidito la asusta”, confiesa. Es el tipo de trauma que no se borra con el tiempo ni se resuelve con un cerrojo nuevo. Es el tipo de herida que la inseguridad deja en muchas familias trabajadoras del país, especialmente en barrios donde la ausencia del Estado se hace sentir con crudeza.
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