En Santa Cruz se dio ya el arribo de varios vuelos y transportes terrestres, trayendo a personas que se encontraban varadas desde hacía semanas, en varias ciudades, sobre todo Buenos Aires y Córdoba, y que incluso habían estado previamente en otros países.
Esta semana, después de largos e intensos debates que se dieron hacia adentro del Gobierno de la provincia, se decidió finalmente reabrir el paso de Integración Austral, que es la frontera con Chile, hacia Punta Arenas, para que regresen aquellos que estaban en la zona magallánica y que tienen residencia en Santa Cruz.
Se trata sin dudas de una repatriación, pero lo anterior, también.
Y es que se habla de una patria chica para referir, no al país de origen sino al lugar exacto de nacimiento o a la patria de adopción, si por caso ese lugar que es el hogar de una persona o familia, fue elegido por ellos.
Porque decir patria infiere un componente emocional, una conexión con las costumbres y culturas de un lugar determinado.


La vuelta de santacruceños y santacruceñas varados en el vecino país de Chile se da después de un tiempo prolongado en el que todos y todas intentamos aprender a convivir con la incertidumbre sobre lo que pueda suceder con el virus.
Supongamos esa incertidumbre vista desde un lugar que nos es ajeno y distante. Difícil, ¿no?
Por eso, aunque haya un sector de la sociedad de la provincia que piense que es un error traer a los que estaban afuera o estuvieron en contacto con lugares donde el virus determinó que sean zona de riesgo, y que no se deben llevar adelante los operativos de repatriación, lo cierto es que la respuesta a eso es que se trata de una obligación del Estado.
Tras más de un mes en el que la provincia no registró nuevos casos de COVID-19, este sábado un vecino oriundo de San Julián terminó con la racha. De 18 estudios, fue el único positivo. Antes de “repatriar” a las personas que estaban en Chile, ya se había avanzado hacia una mayor flexibilización.
De este modo, la llegada de estas personas, representa un riesgo que pone a las decisiones políticas sobre la pandemia en una suerte de compás de espera, porque hay que atravesar las próximas dos semanas de control absoluto de una cuarentena absoluta a la que deben ser sometidos para prevenir cualquier nuevo contagio.
Sin embargo, como todo hasta ahora, dependerá de la responsabilidad colectiva, que existe y es el cincuenta por ciento del plan para salir de la mejor manera de esta crisis. El otro cincuenta por ciento, claro está, es un Estado presente, que asuma el costo de las decisiones.
La preocupación, de parte de quienes sostienen el cumplimiento de las nuevas normas de convivencia, los protocolos, de quienes dejaron de visitar amigos y de asistir a la vida social en los espacios públicos, es lógica.
Pero también existen otras dimensiones de preocupación, algunas probablemente menos visibilizadas, como por ejemplo, que la asistencia del Estado llegue a quienes más lo necesitan.
Si bien es cierto que muchas actividades se habilitaron y que se exceptuó de la cuarentena a varios rubros y servicios, la pandemia provocó fuerte pérdida de puestos de trabajo en el ámbito informal.
Las mujeres que cuidaban niños y niñas ya no tienen su salario porque hay quien cuide a esos chicos y chicas en sus casas, las trabajadoras de casas articulares que hacían quehaceres de limpieza y planchado dejaron de cobrar durante el aislamiento, claro que las que están en negro, que son todavía la inmensa mayoría del personal. Los que hacen changas en la construcción, entre otros.
Tal como dijo el presidente, Alberto Fernández, lo que sacó a relucir esta pandemia es la enorme desigualdad que existe. Porque la pandemia es una realidad para todos y todas, que afecta de forma indiscriminada, pero que cae con distinto peso según cómo sean nuestras condiciones de vida, y para los pobres, el coronavirus significó una bomba que alguien tiene que desactivar de inmediato.

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