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Este sábado, el corazón de la Patria latió con una pena profunda. Fernando Alturria, excombatiente y veterano de Malvinas, aquel que hace tan solo unos meses regresaba de una semana en nuestras islas “inflado de emoción”, se despidió de este plano, dejando un vacío inmenso en el alma malvinera de la Argentina.

Esta nota, la última que compartió con LU12 AM680 y La Opinión Austral en enero, cobra hoy un valor incalculable, como un eco final de su profunda conexión con el archipiélago austral, un testimonio vívido de su vida entrelazada con el reclamo soberano y la memoria de sus hermanos caídos.

Fernando, cabo y jefe de grupo de morteros en el conflicto de 1982, había completado su tercer viaje a las islas, una travesía que siempre encaró con la misma devoción que un peregrino hacia un santuario. Lo acompañó su pareja, Mariana Fernández, docente de la escuela 78, con quien ya había compartido la experiencia en 2015.

Su misión, más allá del reencuentro con el paisaje que marcó a fuego su juventud, fue una sentida búsqueda: hallar el sitio exacto donde José Honorio Ortega, un héroe de Malvinas, entregó su vida por la Patria. Este peregrinaje no era menor para Alturria; era, según sus propias palabras, “como ir a San Lorenzo y ver el lugar donde estuvo San Martín, muere Cabral, una cosa así. Es y es el lugar donde murió nuestro héroe. Y para mí es muy importante” había dicho en enero de este año a los micrófonos de LU12 AM680 y La Opinión Austral, en una entrevista que se encuentra disponible en las redes sociales y en laopiniónaustral.com.ar.

El relato de Alturria sobre la Pradera del Ganso no era solo el de un testigo, sino el de un partícipe que, aunque en otro punto, vivió el mismo fragor de la batalla. Con dolorosa precisión, reconstruyó aquellos días. El 27 de mayo de 1982, el “infierno” se desató con un bombardeo incesante: “Si no eran los barcos, eran los la artillería de campaña. Si no era el artillería de campaña, eran los aviones” comentó recordando como pasaban esas horas junto a los que él ahora comentaba que eran los “centinelas eternos”.

Al amanecer del 28, el ataque terrestre se lanzó y el combate se extendió “todo el día, todo el 28, hasta toda la noche”. En Pradera del Ganso, un terreno desolado donde “no hay nada que te cubra“, solo los pozos zorro ofrecían refugio. En ese escenario de brutalidad, José Honorio Ortega, acompañando al jefe de sección Gómez Centurión, recibió la orden de un contraataque.

Tras un breve y fallido parlamento con una patrulla inglesa, donde se exigió la rendición, el combate se reanudó. Fue entonces cuando, en medio del fuego cruzado y según el testimonio de Gómez Centurión, un disparo destinado a él impactó en el rostro de José Honorio. Fernando Alturria fue parte del equipo que dos días después, con un compromiso inquebrantable, levantó todos los cuerpos del campo de combate, asegurando que ninguno quedara atrás. José Honorio Ortega descansa hoy en la tumba 17 de la fila 2 del cementerio de Darwin.

A sus 19 años, recién egresado de la escuela de oficiales, Fernando enfrentó la guerra con una madurez forzada. Como jefe de un grupo de morteros que nunca recibieron su armamento pesado –quedó en el continente–, se convirtió en líder de un grupo de tiradores. Su principal objetivo, el que llevó “al hombro”, era decirle “a todos que no se muera ninguno” recordaba el veterano en enero de este año.

La sola idea de que sus soldados perecieran por su “culpa, por una mala orden, una negligencia, un descuido”, era un peso que jamás se hubiera perdonado. “Gracias a Dios, volvieron conmigo“, afirmaba, forjando un equipo de nueve hombres unidos por una lealtad inquebrantable, donde él era la “mamá pato” y sus soldados, los “patitos” que le seguían, con una sonrisa que le dibujaba su rostro.

Alturria hablando a los micrófonos de La Opinión Austral. (FOTO: JUAN PALACIOS/LA OPINIÓN AUSTRAL)

El deber patriótico

La llegada a las islas, el 22 de abril, había sido recibida con una inocente “felicidad”, la mezcla de la juventud y el deber patriótico. La travesía, desde Corrientes -en el norte del país- a Caleta Olivia y luego a la ciudad de  Río Gallegos, había precedido al desembarco en Puerto Argentino. La imposibilidad de marchar por la turba y la geografía inhóspita llevó a su traslado en helicóptero a la zona ya mencionada de Pradera del Ganso el 19 de mayo. El 29 de mayo, llegó la amarga decisión de la rendición. Con solo seis horas de munición, rodeados y sin refuerzos de Puerto Argentino, y ante la amenaza del jefe inglés de bombardear la población civil de Pradera del Ganso, culpando a los argentinos por las muertes. El dolor de ver la bandera Argentina reemplazada por la inglesa, lo describía como “un dolor que vos no no te imaginás. Es algo que te parte de corazón ver ese lugar donde estuvo tu bandera y ahora hay otra“. Una cicatriz que perduraría por siempre y una imagen mental que quedó grabada a fuego en la mente del excombatiente.

Campo santo

El Cementerio de Darwin era para Fernando un remanso, un lugar de “paz que no te puedes imaginar“. Allí, entre las tumbas que antes solo decían “Soldado argentino solo conocido por Dios” y ahora, gracias al proyecto humanitario de la Cruz Roja, llevan nombres y apellidos. En su último viaje a nuestras islas, Alturria pasaba horas, rindiendo homenaje a José Honorio Ortega y a otros caídos, dejando rosarios en nombre de los veteranos de Santa Cruz. Para él, la bandera argentina no flamea solo en los mástiles de un puerto distante. “Cada argentino que pise Malvinas es una bandera flameando, porque la bandera la llevamos adentro”, sentenciaba con profunda convicción. Este sentimiento era el motor de sus viajes, y el impulso para llevar a sus hijos, quienes “nacieron con el ADN Malvinas“, a conocer el lugar donde su padre combatió. Para Fernando, estar en las islas era “un bálsamo al alma”, un reencuentro con aquel joven soldado de 19 años que dejó una parte de su corazón en esas tierras. “Yo me reencontré con aquel joven soldado de 19 años”, afirmaba, y confesaba: “mi corazón está allá y yo allá es donde estoy completo”.

La convivencia con los isleños, si bien marcada por la histórica disputa soberana, la describía como “muy cordial“. Se hospedó en la casa de la hija de un veterano isleño que combatió junto a los paracaidistas británicos. Para él, era un orgullo estar con la hija de un soldado, poniendo a un lado los problemas de soberanía. “Nosotros los soldados no tenemos odio”, explicaba, argumentando que ambos bandos defendían lo que creían justo.

Los isleños se mostraron amables y serviciales, en contraste con algunos residentes de otras nacionalidades. Aunque el viaje era costoso – “con la plata que gastas allá te vas 15 días a Brasil” – era para él “impagable”. La rutina en las islas, intensa y con estrictos horarios de cierre comercial, reflejaba la tranquilidad de un lugar con “cero delito”. Fernando siempre alentó a todos los argentinos a visitar las islas, siempre respetando las reglas impuestas, como no flamear banderas argentinas más allá de la cintura en el cementerio.

En cuanto a la situación de los veteranos en Santa Cruz, Alturria, quien fue presidente del Centro de Veteranos, destacaba que no enfrentaban problemas graves de salud, más allá de los “achaques propios de la edad”. Aunque la cobertura de PAMI había empeorado, la Caja de Previsión Social complementaba la atención. Fernando Alturria siempre subrayó el papel fundamental de los medios de comunicación en la “malvinización”, manteniendo viva la llama de la soberanía. Para él, “Río Gallegos es la ciudad más malvinera de toda la Argentina”.

Fernando Alturria ya planeaba su próximo viaje a las Malvinas, con la misión de llevar a sus hijos restantes, asegurando que su “ADN Malvinas” se transmitiera a las nuevas generaciones. Su vida no era que Malvinas lo absorbiera, sino que “yo vivo con Malvinas“. Este veterano, con cada palabra, cada recuerdo y cada viaje, fue un custodio de la memoria, un eslabón vital entre el pasado heroico y el presente nacional.

Su partida es un golpe para la causa Malvinas, pero su legado, su pasión y su profundo amor por las islas, seguirán flameando como una bandera interior en cada argentino. Fernando Alturria no solo combatió por Malvinas; vivió por ellas, y ahora descansa en paz, habiendo cumplido con creces su juramento a la Patria.

Alturria fue un custodio incansable de la historia y un puente entre el pasado heroico y las nuevas generaciones. Vivió para que para que la causa Malvinas no se diluyera en el tiempo. Su ausencia nos convoca a redoblar el compromiso con la malvinización, a tomar la posta de su fervor y a asegurar que el espíritu que encarnaba Fernando Alturria siga flameando, inalterable, en cada rincón de nuestra Patria

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