En una semana en la que el centro de atención se lo han llevado las medidas que aumentaron el cepo cambiario –con el consiguiente incremento del dólar-, la discusión sobre la falta de reapertura de actividades en medio de la pandemia, y la pelea entre Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta por el recorte de fondos coparticipables, pocos han debatido una frase del Presidente que a mi criterio es trascendental. No en lo inmediato ni en referencia a los temas que hoy nos quitan el sueño y que más nos preocupan, pero sí en cuanto al debate del modelo de sociedad que los argentinos queremos en el futuro.

“Yo no digo que el mérito no sirve para progresar, pero no creo en la meritocracia”, exclamó en un acto el presidente, Alberto Fernández. Y la pregunta que dejó flotando y que es un debate mundial desde hace tiempo: ¿La meritocracia, funciona de manera equitativa, o termina siendo un sistema cerrado que solo beneficia a los que tienen más oportunidades?

En uno de los carteles que los manifestantes llevaron este sábado frente a la Quinta de Olivos se pudo leer: “Sí a la meritocracia. ¡Dejen de adiestrar vagos en lugar de educar trabajadores!”.

Una grieta política y filosófica, que lleva a un punto crucial en las estrategias educativas de una sociedad, no solo en la Argentina sino en muchos otros países.

En la Argentina, ¿se puede pensar en un sistema de ascenso social meritocrático con el 40 por ciento de la población debajo de la línea de pobreza?

Algunos sociólogos, como Francois Dubet (“Repensar la justicia social”, editorial Siglo Veintiuno), piensan el sistema educativo como fuente de desigualdad y factor de consolidación de las diferencias de partida. Hoy la educación promete igualdad pero reproduce las desigualdades heredadas. El sistema no corrige la desigualdad, la reproduce.

En este sentido, la meritocracia es un sistema social en donde el criterio para definir los lugares que ocupan las personas en la estructura social, responde a los méritos individuales, a aquellos que trabajan para obtener los mejores resultados. Pero sin tener en cuenta el gran condicionamiento de origen.

Dubet escribe sobre “el mito de la igualdad de oportunidades” y la enfrenta a lo que llama “la igualdad de posiciones”. El reconocido sociólogo francés señala: “Si las oportunidades son definidas como la posibilidad de elevarse en la estructura social en función del mérito y del valor, parece evidente que esta fluidez sea tanto mayor cuanto menos distanciadas entre sí se encuentren las posiciones, los que suben no tienen tantos obstáculos que franquear y aquellos que descienden no se arriesgan a perderlo todo (…) En efecto, al menos desde los principios que la rigen, la igualdad de oportunidades no dice nada acerca de las desigualdades sociales que separan entre sí a las distintas posiciones; y el foso es a veces tan profundo que los individuos pueden no franquearlo jamás, con la excepción de algunos héroes cuyas hazañas se ponen en un marco dorado como una suerte de propaganda”.

Quienes se aferran a la meritocracia basándose en la igualdad de oportunidades entienden que las desigualdades socioeconómicas están justificadas porque son la expresión del mérito que hizo cada uno en su vida. Aquellos que más tienen son quienes más se esforzaron. A la inversa, quienes menos tienen son aquellos que hicieron menos mérito.

Como señala Dubet, “el problema es que acepta las grandes desigualdades porque provienen de una competencia equitativa. Otra consecuencia es que se acusa a los individuos de ser responsables de las desigualdades: si el rico se volvió rico fue gracias a él, si el pobre sigue siendo pobre fue por causa de él”.

“En tal sentido la igualdad de oportunidades es enemiga de la solidaridad, porque la competencia instala un antivalor que es el desprecio por el derrotado, el vencido, se le culpabiliza individualmente de su derrota, mucho más cuando se considera que hay iguales oportunidades y a pesar de ello no conquista una posición”.

En este sentido, según el sociólogo francés, “la meritocracia anula la solidaridad, la diferencia de resultados, convierte al perdedor en un inferior, en un desigual cuya posición es necesaria para organizar la sociedad. La igualdad de oportunidades clasifica a las personas, recordándoles que su lugar en la estructura social tiene un correlato directamente proporcional a su valor”.

El gran tema del mundo –del sistema capitalista podríamos decir-, es la desigualdad creciente. Una desigualdad que vuelve hipócrita plantearse la meritocracia.

Ya sé, todos estamos muy preocupados por la pandemia. Y está bien. Nos asusta la disparada del dólar y nos quejamos por el cepo. Y no está mal. Cuestionamos o apoyamos la marcha del gobierno nacional. Y es lógico. Pero a veces está bien correrse de la vorágine diaria para plantearse temas de fondo. Tomarse “un permitido”.

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