Un 9 de febrero de 1943 nació Víctor Sueiro. Hace 40 años, cuando cumplió 40, el país se preparaba para el regreso de la Democracia. Victor, escribía para la revista GENTE y además conducía programas en la televisión (el éxito de Festilindo) y en la radio. Y luego se convirtió, además, en un gran best seller. Su hija Rocío, hoy también periodista, tenía 5 años. Y su esposa, Rosita Sueiro, la célebre productora de televisión, trabajaba junto al Gerente de Noticias Mario Gavilán en Realidad 83, el noticiero de Canal 13, al mediodía con Juan Carlos Pérez Loizeau y Ramón Andino. Y en el día de su cumpleaños, un recuerdo especial, en un año especial.
A 40 años del triunfo de Alfonsín, son cada vez más valiosas las páginas de los diarios y revistas de aquella época.
En este caso, la edición número 960 de la revista GENTE del 15 de diciembre de 1983, fue histórica. 156 páginas para coleccionar. En su tapa, el presidente Raúl Alfonsín y la primera dama, María Lorenza Barrenechea, saludaban desde la tapa, rodeados de Granaderos. El título: Alfonsín asume el gobierno: la jura, la fiesta, la esperanza. Y sin epígrafe.

Gran documento fotográfico con la asunción. La fiesta en cada lugar. Y entre tantas fotos, fotos y fotos de El mundial de la democracia, como definió GENTE en uno de sus textos, las recordadas de Felipe González, haciendo el saludo de Alfonsín; Isabel Perón y Arturo Frondizi , ambos derrocados por Golpes de Estado, juntos en la jura en el Congreso; Alfonsín y Bignone sonriendo en Casa Rosada (“Bienvenido y adiós”), y la última imágen de la dictadura en Casa de Gobierno: Bignone saliendo por la puerta de atrás.

Y las notas destacadas a Jorge Luis Borges (“Ahora quiero vivir, quiero ver este renacimiento”, por Néstor J. Montenegro), al periodista Jesús Iglesias Rouco, fumando en pipa, frente al Cabildo (“¡Cuidado! Esta es la última chance”, por Sergio Ciancaglini), habló por primera vez Roberto Manuel Pena. El título: Side: por cambio de dueño, grandes reformas. Adrián van der Horst entrevistó al radical, con 40 años de militancia, que se hizo cargo de la SIDE y una foto de gran impacto para ese momento: apoyado en un falcon verde, con una leyenda en la luneta: Se vende. Y recordó: “Alfonsín me dijo: ‘Es un potro difícil de domar. Chau, y suerte hermano’”.

Además, los columnistas referentes en aquel 1983 y que escribían semanalmente en la revista: Esteban Peicovich (“Ahora, la democracia”), Marta Lynch (“El Alfonsín que yo vi”), Marco Denevi (“Argentina: cerrada por huelga”), Horacio de Dios (“¡Argentina año verde!”), Félix Luna (“Después del baile”). Y Víctor Sueiro. En las páginas 86 – 87, una doble columna para recordar lo que pasó en 1973 y en 1983. A continuación, la reproducción fiel de la nota que tuvo amplia repercusión cuando salió publicada en GENTE.

Una nota para leer, entender lo que se vivía, lo que se vivió y la importancia del regreso de la Democracia, con el estilo que tiene (sí: tiene) Víctor Sueiro.

EL MISMO DIA A LA MISMA HORA
1973
El hombre se despertó como siempre, acongojado. No sabía por qué, pero ya se estaba acostumbrando a esa congoja que lo acompañaba a todas partes como una maldición. Sintió miedo. La congoja produce siempre miedo porque no se sabe qué hay más allá. Es un miedo diferente a los conocidos, como un buitre que le escarba a uno las entrañas picoteando aquí y allá. Mientras se afeitaba la radio le iba vomitando hechos: un secuestro, dos bombas con varias víctimas, una renuncia. Él era, apenas, un hombre de la calle, un tipo común que no producía noticias. Tan sólo las consumía. Ni siquiera había elegido al gobierno de ese momento. Pero era uno de aquellos infelices que sentían como propio lo que les ocurría a los demás. Le habían enseñado a compartir, a ser tolerante, a comprender. Y ahora todo eso le parecía curiosamente lejano, como uno de sus mejores recuerdos de la infancia. Se preguntó una vez más si se merecía todo lo que estaba viviendo, si había hecho o dejado de hacer algo para llegar a eso. Y fue injusto consigo mismo: se respondió que nada. No era como su vecino que había recibido una carta de las Tres A en la que lo invitaban a irse del país cuanto antes. Mientras se bañaba escuchó unos estampidos que venían de la calle. “Ya falta poco para el Apocalipsis”, se dijo sintiendo que se le erizaba la piel aún bajo el agua tibia al pensar en la muerte, propia y ajena. En el ascensor se encontró con el muchacho del 4° “C”, ese de barba que le parecía sospechoso. En la esquina con el agente de consigna que cuidaba especialmente el edificio del coronel No-sé-cuánto. Miró para otro lado para no tener que saludarlo. Subió a su auto sin entender una vez más por qué le atemorizaba hacerlo y meter la Ilave para ponerlo en marcha. “Uno se contagia”, se dijo. “Además, pueden equivocarse de auto”, agregó para sí. Ya en ruta se detuvo ante un semáforo y sintió que se le congelaba la sangre cuando se paró a su lado una camioneta con dos hombres jóvenes que lo miraron seriamente. “Mejor disimulo”, pensó y arrancó despacito viendo con alivio cómo la camioneta lo dejaba atrás. Miró a su alrededor y se preguntó si todo eso no sería una pesadilla. No encontró respuesta. Aceleró y siguió.
EL MISMO DÍA A LA MISMA HORA
1983
El hombre se despertó como siempre, esperanzado. No sabía por qué, pero ya se estaba acostumbrando a esa esperanza que lo acompañaba a todas partes como una bendición. Sintió miedo. La esperanza produce siempre miedo porque no se sabe qué hay más allá. Es un miedo diferente a los conocidos, como un canario que le revolotea a uno en el estómago picoteando aquí y allá. Mientras se afeitaba la radio le iba relatando hechos: un accidente, dos decretos con varias consecuencias, una denuncia. El era, nada menos, un hombre de la calle, un tipo común que no producía noticias. Tan sólo las consumía. Ni siquiera había elegido al gobierno de ese momento. Pero era uno de aquellos bienintencionados que sentían como propio lo que les ocurría a los demás. Le habían enseñado a compartir, a ser tolerante, a comprender. Y ahora todo eso le parecía curiosamente cercano, como uno de sus mejores recuerdos de la infancia. Se preguntó una vez más si se merecía todo lo que estaba viviendo, si había hecho o dejado de hacer algo para llegar a eso. Y fue justo consigo mismo: se respondió que nada. No era como su vecino que había recibido una carta de las Tres A
(Asociación Argentina de Actores) en la que lo invitaban a un cóctel de festejo. Mientras se bañaba escuchó unos estampidos que venían de la calle. “Ya falta poco para Navidad”, se dijo sintiendo que se le erizaba la piel aún bajo el agua tibia al pensar en la vida, propia y ajena.
En el ascensor se encontró con el muchacho del 4° “C”, ese de barba que le parecía simpático. En la esquina con el agente de consigna que cuidaba especialmente a los chicos que entraban a la escuela No-sé-cuánto. Lo miró a los ojos y lo saludó alegremente. Subió a su auto sin entender una vez más por qué siempre que metía la llave se atemorizaba pensando en que tal vez se hubiera agotado la batería. “Uno se persigue”, se dijo. “Además ¿por qué le va a pasar a mi auto?”, agregó para sí. Ya en ruta se detuvo ante un semáforo y sintió que se le calentaba la sangre cuando se paró a su lado una camioneta con dos hombres jóvenes que lo miraban sonrientes. “Mejor disimulo”, pensó y arrancó despacito negándose a la picada que le habían propuesto los de la camioneta que ya lo dejaba atrás. Miró a su alrededor y se preguntó si todo eso no sería un sueño. No encontró respuesta. Aceleró y siguió.
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