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41 años años de espera y dolor. El hallazgo de los restos de Diego Fernández, el adolescente desaparecido en julio de 1984 en el barrio de Belgrano, trajo finalmente una certeza para su familia, tras décadas marcadas por la incertidumbre. En ese entonces, su historia fue rescatada por un solo medio: la revista ¡Esto!, que en mayo de 1986 publicó una entrevista exclusiva bajo el título: “Los padres de Diego creen que a su hijo lo raptaron”.

El caso resurgió hace tres meses, tras un descubrimiento tan inesperado como impactante. El pasado 20 de mayo de 2025, obreros que trabajaban en una obra sobre la avenida Congreso al 3700, más precisamente en la casa donde vivió el músico Gustavo Cerati, encontraron restos óseos humanos en una fosa de poca profundidad. Este miércoles 6 de julio, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) confirmó la identidad: eran los restos de Diego Fernández, desaparecido a los 16 años.

La casa del horror

Un caso invisibilizado

En 1984, cuando Diego desapareció, la democracia argentina apenas comenzaba a respirar luego de siete años de dictadura. Su familia hizo la denuncia en la Comisaría 39, pero no fue tomada en serio. “Seguro se fue con una mina”, fue la respuesta que recibieron. El caso se archivó como “fuga de hogar” y jamás se investigó.

Entrevista a los padres de Diego Fernández en la revista “¡Esto!” de 1986. ARCHIVO: CRÓNICA.

Durante décadas, los Fernández vivieron con el peso del silencio y la sospecha. “Pensé que lo chuparon. Que estaba en la agenda o era amigo de alguien y lo secuestraron”, contó recientemente Javier Fernández, hermano menor de Diego, al confirmarse la identidad de los restos.

La revista ¡Esto! y una historia que nadie quiso contar

En mayo de 1986, cuando la historia ya había sido olvidada por la mayoría de los medios, la revista policial ¡Esto!, perteneciente al grupo Crónica, publicó una investigación especial titulada “Los hijos que desaparecen”, donde incluyeron el caso de Diego. En esa nota, los padres Irma Lima de Fernández y Juan Benigno Fernández, junto con el mejor amigo de Diego, José María Sánchez, contaron su versión.

Tapa de la revista “¡Esto!” de mayo de 1986. ARCHIVO: CRÓNICA.

Allí relataron la indiferencia policial, la falta de interés por buscar en los lugares donde Diego solía ir —como el club Excursionistas o su escuela— y las numerosas pistas falsas que Irma siguió con la esperanza de reencontrarse con su hijo. Incluso visitó un hospital neuropsiquiátrico donde creyeron haberlo visto. No era él.

Nota por la desaparición de Diego Fernández en la revista “¡Esto!” de 1986. ARCHIVO: CRÓNICA.

En la entrevista, también mencionaron la sospecha de que Diego hubiese sido captado por la secta Moon, que funcionaba a pocas cuadras de donde fue visto por última vez. Cuando Juan Benigno intentó investigar, le advirtieron que “no se metiera, porque ahí se movían intereses políticos”.

Hoy, con la confirmación científica de que los restos hallados pertenecen a Diego, aquella nota de la revista ¡Esto! cobra un valor inmenso: fue la única que le dio voz a la familia en su momento más oscuro, cuando nadie más los escuchaba.

El lugar donde encontraron los restos.

A continuación, compartimos la nota original completa publicada en 1986 por la revista ¡Esto!, un documento que expone el abandono institucional, la desidia policial y la persistente lucha de una familia por saber qué pasó con su hijo.

“Los padres de Diego creen que a su hijo lo raptaron”

La familia Fernández, aunque con mucho miedo, ha decidido romper el silencio y revelar su via crucis. Creen que la desaparición de su hijo tiene que ver con alguna secta siniestra.

Se llama Diego Fernández. Ahora tiene dieciocho años, pero desde el 26 de julio de 1984 se “evaporó” de la esquina de Monroe y Naón, a solo dos cuadras de su casa en la Capital Federal.

Miles de panfletos con su cara, con la descripción física, identificando la ropa que vestía, dieron la vuelta al país. Los llevaron desde Carmen de Patagones hasta Salta. Desde Corrientes a Lanús. Nunca más supieron de él sus padres, sus compañeros de la ENET N.º 36 “Guillermo Brown”, ubicada en Ballivián 2329, sus compañeros del club Excursionistas, donde todos los días de la semana entrenaba. Todos, menos esa fatídica tarde de un jueves, que era su única tarde libre.

Nota por la desaparición de Diego Fernández en la revista “¡Esto!” de mayo de 1986. ARCHIVO: CRÓNICA.

En el living el clima se hace tenso: los sollozos ahogados de su madre, Irma Lima de Fernández; el nerviosismo lógico del padre, Juan Benigno Fernández; la desazón de su gran amigo e ídolo en el fútbol, José María Sánchez. La noche empieza a adueñarse del gran balcón, pero por sobre todo, su ausencia parece acrecentarse en los trofeos que alguna vez supo ganar.

—Señora de Fernández, cuéntenos por favor cómo recuerda ese día.

—Diego volvió del colegio a las 14:45, almorzó conmigo y después salió a dar una vuelta en su motito. Almorzamos solos, ya que mis otros hijos están estudiando. Volvió y, mientras me hacía compañía mirando televisión, comió unas mandarinas. De improviso me comunicó que iba a la casa de un amigo y me pidió cambio para el colectivo. “¿Tenés quince pesos?”, conté y solo me quedaban catorce. Él puso el peso que faltaba. “Chau, hasta luego”, fueron sus últimas palabras.

—¿Le comentó a la casa de quién iba?

—No, pero no me preocupé por preguntarle. Estábamos acostumbrados a su puntualidad. Siempre estaba en casa a la hora de la merienda o la cena. Todo su tiempo era para el estudio o el fútbol, del que era fanático.

El padre no puede quedarse más callado, interviene muy angustiado.

—Jamás faltó. Si iba a comer a la casa de su abuela, que vive en Belgrano, llamaba para avisar en el momento en que salía. Mi esposa estuvo siete días con sus noches parada en ese balcón, sin comer, sin dormir, esperándolo. Nuestra vida es un viacrucis.

—¿Cómo era la relación que tenía con ustedes?

—Hermosa. Le vuelvo a repetir que es un chico muy sano. Claro, yo sé que usted debe pensar que le digo esto porque se trata de mi hijo, pero es la verdad. Se llevaba bien con todos: con los hermanos, con la familia, con los tíos, las abuelas…

—¿Qué pasos dio usted después de estar seguro de que algo le había pasado?

—Le repito: algo le pasó. Lo supimos cuando a las 20:30 no regresó. Fuimos a la comisaría 39 y ¿sabe que no me quisieron recibir la denuncia?

Me dijo el oficial que me atendió que seguro estaba con alguna “mina”, que ya iba a volver. A la mañana siguiente, sin dormir, fuimos a la División de Búsqueda de Personas Desaparecidas.

La señora de Fernández, como para disimular el llanto, nos convida más café. Su ídolo y amigo entrañable, José María Sánchez, que fue marcador de punta de Racing y Boca Juniors, aprovecha el silencio para hablar.

—Mire, nosotros los acompañamos en todo. Lo queríamos muchísimo a Diego, era un pibe maravilloso, lleno de amor, de vitalidad, de ternura. Fuimos a todos lados, hasta a la morgue. Recorrimos incansablemente todo, y eso que mucha gente mala llamaba y nos daba datos falsos. No importaba la hora, allí estábamos.

—Diego, señor Fernández, ¿salía de noche con chicas y chicos de su edad?

—Muy de vez en cuando iba a Airport, una confitería bailable que está por Puente Saavedra. De allí salía a las diez de la noche y volvía a casa. Créame. Se levantaba tempranísimo, era normal, deportista. Los domingos jugaba a la mañana. Por ahí agarró la manía de jugar al pool, entonces íbamos con mi señora, con el hermano menor, y nos divertíamos un rato.

La madre regresa de la cocina. Aunque intente ocultarlo, estuvo llorando.

—Señora, ¿qué es lo que usted piensa?

—¿Qué puedo decir? Que lo sigo esperando, que sé que no se fue de casa. Le digo más: él tenía unos dólares ahorrados y los dejó en el placard. Salió sin documentos, con la ropa del colegio. Además, si hubiese pensado irse, se hubiese llevado la motito.

Las pertenencias de Diego que encontraron junto al cadáver.

EL LLAMADO

—¿Nunca más nadie los llamó, dejando de lado esos llamados malintencionados que les daban pistas falsas?

—Sí, una madrugada a las seis de la mañana (hablaba una mujer) llamaron diciendo que habían visto a un chico igual al nuestro durmiendo en un auto por avenida La Plata. Salimos corriendo y efectivamente había uno casi igual al nuestro. Se había olvidado las llaves de la casa y estaba esperando que la madre se despertara.

—¿Ninguna otra pista?

—Sí, también vino una abogada que había estado en Montes de Oca y creía haberlo visto. Pero había algo que nos convenció: esta señora decía que ese chico repetía constantemente “mamá Irma”, como mi señora se llama así.

—¿Y qué resultado obtuvieron?

—Fuimos inmediatamente. Sí, había un chico parecido, pero no era nuestro Diego. Era un chico con discapacidad mental. Créame, creí que podía ser, que le habían lavado el cerebro, no sé. Fue escalofriante todo lo que vimos. Es tan lúgubre ese lugar… los enfermos desnudos corriendo, algo dantesco. Fui a la Cenareso, que también me dijeron que podía estar. Nada hasta hoy, señora. Nada. Y seguimos buscando.

PARAPSICÓLOGOS

La madre nos invita a conocer el cuarto de Diego. Todo está exactamente igual que hace casi dos años: su ropa colgada en el placard, sus libros, sus banderines. El tiempo se detuvo en ese cuarto, como si por allí no pasaran las horas, los días, los meses. Como si estuviera por llegar en cualquier momento.

—Señor Fernández, ¿usted tiene enemigos?

—Yo me levanto a las seis de la mañana, laburo duro. Vendo repuestos de autos. No tenemos nada más que lo que usted ve, ni casa de fin de semana. Solo esto. No tenemos enemigos. ¿Quiénes? ¿Por qué? Nadie nos llamó para pedir rescate, por eso sabemos que a Diego le pasó algo.

—¿A quiénes más vieron?

—Hasta parapsicólogos —responde la madre, casi con vergüenza—. Es que cuando uno no sabe a quién recurrir, hace cualquier cosa. Todos me dijeron que está vivo. Todos dicen que va a volver. Pero, ¿dónde está? ¿Quién se lo llevó?

Nuevamente el llanto refleja ese dolor inmenso que empezó a sentir hace dos años, cuando su corazón materno le dijo que algo le había pasado. El padre intenta mantenerse firme, pero toma una pastilla calmante. Viven así, tratando de no bajar los brazos. Lo siguen buscando.

—Señor Fernández, ¿qué le dice la policía?

—Mire, fuimos a ver hasta a Divietri. A los tres comisarios que en este tiempo pasaron por Personas Desaparecidas los tenía cansados. Nadie nos dice nada. Ellos no investigaron nunca. Piense que ni siquiera fueron al club o al colegio, que nunca se interesaron por saber cómo era mi hijo…

Por momentos parece alejarse, como si su mente tratara de recomponer una última imagen que guarda de su hijo. Por eso, por momentos, el silencio invade el living.

Nota por la desaparición de Diego Fernández en la revista “¡Esto!” de mayo de 1986. ARCHIVO: CRÓNICA.

—¿Pero nadie le da alguna explicación? ¿Y la Policía Federal?

—No. La policía dice que tiene tres mil casos iguales. Y fíjese qué absurdo: desde el primer momento lo caratularon como “fuga de hogar”. Yo protesté y, ¿sabe qué me dijeron? Que así estaban impresos los formularios. Me negué a eso, pero como si nada. ¿Qué quiere que investiguen si ya dan por sentado que él se fue, no que me lo robaron?

—¿Nunca citaron a ningún amigo de Diego?

—Para nada. Le digo más: al técnico de Excursionistas, que se ofreció voluntariamente a ser citado, no lo llamaron. Para ellos es un caso más. Para nosotros, es nuestro hijo adorado.

—Señor, ¿usted en algún momento se relacionó con la secta Moon? ¿Por qué?

—Porque muy cerca de donde Diego desapareció, a solo dos cuadras, había un reducto de esta gente. Fíjese qué coincidencia: esa casa había sido de un amigo mío, y él me confirmó que le había vendido la propiedad a la secta por 450 mil dólares, una cifra exorbitante. Además, muchos menores son “chupados” por esta gente. Esto también se lo dije a la policía, pero parece que estos señores son muy poderosos y no pueden hacer nada.

Entre sus manos tiene una libreta de apuntes. Desde que ¡ESTO! llegó, no se separó de ella para nada. Parece decidirse y la abre, nos muestra, como un trofeo, miles de recortes. Casi todos corresponden a menores desaparecidos que se ausentaron de su hogar sin tener conflictos familiares. La pregunta era obligada:

—¿Cómo sabe usted que no tenían conflictos familiares?

—Desde que nos pasó esta desgracia, vivo pendiente de estos llamados que salen en los diarios, en la televisión, y me decidí a ver a los padres de cada menor que era reclamado. Así fui descartando a los que se fueron por razones familiares y a los que no. Mire, mire usted todos estos rostros. Cada pedacito de papel representa el dolor de un padre desesperado.

Frente a ¡ESTO! desfilan los recortes. Las edades oscilan entre los catorce años y los dieciocho. Escuetamente se informan los datos del menor, sus señas y los teléfonos a los que hay que llamar si hay noticias de ellos, además del nombre de sus padres. Doce adolescentes parecen sonreír en el gastado papel de algún diario capitalino. De ninguno de ellos se tiene noticias.

La voz del padre de Diego vuelve a sonar como distante. Pero nuevamente se sobrepone y arremete.

—Ustedes que son periodistas deben saber mejor que nadie que la burocracia tapa lo humano. La Policía Federal no investigó, no hace nada. Cuando fui a decirles que sospechaba de la secta Moon y que estaba vigilando una casa que tienen en el sexto piso, departamento número 2, de la calle Hipólito Yrigoyen 1994, frente al Congreso, ¿sabe qué me dijeron? Que tuviera ojo, que no me metiera en eso de vigilar, que en la secta se movían muchos intereses políticos.

—¿Sabe si citaron a algún miembro de la secta?

—Me dijeron que sí, pero que les negó todo. ¿Y qué esperaban que les dijera? ¿Que ellos lo tenían? No hacen nada. Absolutamente nada. Por ahí me citaban a las seis de la tarde en el departamento de Personas Desaparecidas y me atendían a las ocho y media. Yo los veía hablando sin hacer nada, o tomando mate. Para ellos, mi hijo es un número. Créame, nada más que un número…

ALFONSÍN

—¿Cuáles son los próximos pasos a seguir?

—Vamos a escribirle al presidente Alfonsín. Vamos a seguir insistiendo, no vamos a parar. Tenemos miedo, no crea. No se olvide que tenemos dos hijos más. Pero vamos a seguir. Diego tiene que aparecer. No se fue solo. Se lo llevaron.

—¿Quieren agregar algo más?

—Primero, agradecerles que nos hayan escuchado. Esperamos que nos ayuden en algo, pero por sobre todas las cosas, queremos pedirles que no abandonen la investigación sobre la suerte que corren los menores secuestrados, desaparecidos. Solo un periodismo realista y valiente nos puede ayudar.

Nos despedimos. No había palabras que pudieran servir de consuelo a los padres de Diego Fernández. Dejamos a la familia esperando, como hace casi dos años, una llamada, una carta, una noticia buena o mala, pero algo que logre sacarlos de esta angustia en que se hallan sumergidos. Y que las autoridades policiales —que, según dicen ellos, no hacen nada— logren encontrar una respuesta o una explicación a este misterio.

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