El 2 de abril de 1982 Raúl Guerra estaba en Merlo, provincia de Buenos Aires, haciendo un curso en la unidad de radares móviles de la Fuerza Aérea. Para él, como para todos los argentinos, fue un gran impacto saber que las Malvinas habían sido recuperadas, “por eso lo vivimos con mucha algarabía”.

“En ese momento, jamás se nos ocurrió que podríamos llegar a ir a las Islas a participar de la guerra. Prácticamente pasamos todo el mes de abril en el continente cuando nos informaron de una misión que debíamos desarrollar en el Sur. Finalmente, el 27 de abril llegamos a Puerto Argentino”, comenzó explicando tiempo atrás a La Opinión Austral.

“A nuestro arribo, fuimos al Centro de Información y Controles, donde se llevaba toda la información del movimiento aéreo. Éramos simples cursantes y nos dedicamos a colaborar con toda la gente que estaba allí trabajando. En esos días todo era muy tranquilo y los vuelos se realizaban normalmente, aún cuando sabíamos que la flota inglesa venía hacia las Islas”.

“El primero de mayo cambió todo. Hasta ese momento la totalidad de nuestros movimientos se orientaban a hacer ejercicios y despliegues, pero después del ataque al aeropuerto, las cosas tomaron otro cariz y nos concientizamos velozmente que estábamos protagonizando un conflicto. En la Red de Observadores del Aire estaban los radioaficionados, quienes permanecieron hasta que comenzaron las hostilidades”.

“Con otro suboficial y un conscripto nos hicimos cargo de una posición, ubicada sobre la costa entre Fitz Roy y Darwin. Estábamos en medio del campo y nuestra misión era pasar la información de movimientos terrestres, aéreos y marítimos”.

“Los puestos de ROA cubrían zonas donde hay conos de sombra, provocados por montañas, donde el radar no podía tomar señales y estaba imposibilitado de brindar datos. Permanecimos desde el 1° de mayo hasta el 4 de junio, cuando debimos abandonar la posición”.

Darwin y Fitz Roy

Narró que al momento en que los ingleses tomaron Darwin -a fines de mayo- recibieron una última comunicación de otro puesto, que se hallaba en las proximidades de ese lugar que había sido ocupado por el enemigo. “Ellos nos desearon suerte y rompieron sus equipos”, expresó.

“A los pocos días los británicos también tomaron Fitz Roy, mientras nos rastreaban para descubrir nuestra ubicación a través de la triangulación de frecuencias. Nos enteramos que dos helicópteros enemigos nos estaban buscando y debimos abandonar la posición”.

“Cruzamos el río y nos alejamos. El equipo de comunicaciones no era más que un receptor y transmisor Yaetsu, un handy con su pack de baterías y una antena. Estuvimos en un risco bajo los cerros, bien protegidos del clima y del enemigo”.

El equipo no era más que un receptor y transmisor, un handy con su pack de baterías y una antena

Luego, expresó: “Habitualmente nos movíamos de noche y nuestro gran temor era ser descubiertos por las patrullas británicas, algo que no ocurrió. Cuando nos escapamos, como no contábamos con una brújula ni con mapas, nos guiamos como pudimos y equivocamos el camino, algo que advertimos recién un día después”, dijo.

“Cuando mandamos una información a Puerto Argentino, los ingleses descubrieron la frecuencia, hicieron una incursión y casi nos atraparon. Hasta hoy, pienso que no quisieron liquidarnos”.
“Confirmamos que estaban en escucha cuando, luego de una segunda comunicación, volvieron a buscarnos. Claro que esta vez nos habíamos escondido muy bien. Desde la capital nos indicaron que debíamos volver al lugar donde salimos para encontrar Fitz Roy y allí entregarnos. Previamente, un grupo de comandos que iba en tanquetas nos tiroteó, pero logramos escapar”.

“Cuando llegamos al lugar vimos un enorme movimiento de tropas enemigas y no quisimos entregarnos. Casi estaba oscureciendo cuando decidimos pasar la noche frente al pueblo. Ya habíamos abandonado el armamento, los fusiles, las granadas, el abrigo y las radios. El suboficial Alonso que me acompañaba quiso suicidarse, porque estaba muy desesperado”.

“Junto al soldado Zkins se lo impedimos y seguimos adelante. La tensión del momento que vivíamos no nos permitía sentir hambre ni tener sueño o padecer frío. De otro modo no hubiésemos resistido. Los deseos de sobrevivir fueron mucho más fuertes”.

Rescate

Sobre el rescate, manifestó: “A mí me movilizaba algo muy poderoso, que era el nacimiento de mi hija Jessica el 29 de mayo, mientras me encontraba en la posición. Cuando amaneció continuamos la marcha y descubrimos un puesto abandonado del Ejército. A pocos kilómetros estaban nuestros camaradas”.

“En ese ínterin cruzamos muchos cables, que eran los corredores por donde pasaban los soldados sin peligro de pisar una mina. Los correntinos de la primera línea nos recibieron y posteriormente nos llevaron a Puerto Argentino”.

En 1982, Guerra estaba haciendo un curso en la unidad de radares de la Fuerza Aérea

“Desde el 4 de junio permanecimos en la ciudad hasta que nos volvimos al continente en el último vuelo previo a la rendición. Hicimos guardias en el radar, después de entrevistarnos con la plana mayor de la Fuerza, donde fuimos recibidos en unas oficinas extraordinarias con alfombras y buenos sillones. Así vivieron ellos la guerra”.

Salida

“El final se veía venir. Era inevitable”, manifestó Guerra. El hostigamiento se tornaba insoportable y la conclusión estaba próxima. Salí de Puerto Argentino el 13 de junio cerca de las siete de la tarde. Ya era de noche y el Hércules se había quedado en pista por una alerta roja que nos obligó a bajar de la máquina”.

“Cuando pudimos despegar, el avión tomó rumbo a la Antártida para no permitir que lo siguieran los Harrier. Llegamos a Comodoro Rivadavia muy tarde, después de un vuelo donde predominó la tensión y la incertidumbre. Éramos unas sesenta personas que evitamos la desagradable experiencia de ser prisioneros de guerra”, dijo finalmente.

Por Alejandro Ampuero

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