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Por Jorge Bilbao

Viernes sin viento en Las Heras. Raro, casi milagroso. El sol se estira sobre el barrio Juan Domingo Perón y hace brillar los techos de chapa como espejos cansados. A lo lejos, un perro ladra y el aire —por una vez— no corta la piel. Dieciocho grados marcan los termómetros. Hasta acá llegamos para encontrarnos con Patricia Vera, aunque todos la llaman “Pato“: hija de antiguos pobladores, mujer de mirada limpia y voz firme, nacida y criada en esta tierra donde el viento enseña a resistir.

Su casa hoy está casi vacía de imágenes. Alguna vez estuvo llena de santos, rosarios y estampitas que colgaban en las paredes como amuletos contra la tristeza. Hubo un tiempo en que la fe fue su refugio, y otro en que el silencio la habitó por completo. “No me sentí castigada por Dios —dice—, solo necesitaba entender por qué. Procesar el dolor lleva tiempo… aunque a mí no me dieron mucho”.

En 1986, cuando tenía apenas 16 años, la vida ya la había puesto a prueba. “Meningitis —cuenta bajito—. Cuatro días en coma. Y volví. Fue mi primera pelea con la muerte”. Pero no sería la última porque el destino, caprichoso, a veces parece medir la resistencia de los corazones. ¿Cuánto dolor puede soportar un ser humano sin quebrarse? “Pato” lo sabe: el dolor no se olvida, se transforma.

Pasaron los años y su vida transcurrió entre trabajo, familia y sueños sencillos. Hasta que el sábado 8 de julio de 2007, a las seis y media de la mañana, el teléfono irrumpió en su casa del barrio Perón. “Me llamaron del hospital —recuerda—. Mi hijo, Joel Nazareno, había tenido un accidente”. Y entonces el tiempo se detuvo: “El día se partió en dos. Desde ese momento, todo fue silencio”.

Durante un año no durmió. Caminaba sin rumbo, dos horas por día, cruzando el pueblo: “Tenía que cansarme para poder dormir. Sentía que no había lugar para mí, ni en mi casa, ni en la calle. Solo caminaba”. Hasta que entendió que Dios la había dejado acá por algo: “Si me quedé, dije ‘tengo que pelear”´.

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“No hay que tener miedo. Hacerse los estudios, cuidarse, escuchar el cuerpo. Una ecografía se puede hacer a cualquier edad. Si yo pude, el otro puede también”. Foto: Patricia Vera, junto a su padre, un antiguo poblador de Las Heras.

Pero la vida no le dio tregua. En 2008, apenas un año después del accidente, recibió el diagnóstico que la volvería a estremecer, cáncer de mama: “Me hice los estudios en Río Gallegos. Me dieron el resultado. Lo googleé. Ya sabía que era malo. Sentí que otra vez se me apagaba la luz”. Tenía 39 años y una vida quebrada en dos.

En 2009 viajó sola a Buenos Aires, se operó, perdió una mama y empezó quimios, rayos, pastillas, esperas: “Me rapé para que no me doliera tanto ver caer el pelo. Iba caminando a cada sesión, porque necesitaba sentir que seguía viva”.

Entre tratamientos conoció a otras mujeres, a madres con hijos enfermos, a personas que luchaban igual. “Ahí entendí que no era la única, que a otras también les pasaba. Me vi reflejada en ellas. Y vi morir a un chico de 14 años con cáncer. A su mamá la abracé todos los días. Entonces pensé: ‘¿por qué a mí no?’ Todos tenemos algo que pelear”.

Su médico se volvió guía y sostén: “Me decía: ‘no busques en Google, gorda. Vas a asustarte al pedo’”. Le explicaba con paciencia, la retaba cuando hacía de más, la felicitaba cuando lograba mover el brazo derecho —ese que quedó rígido tras la cirugía—.

Un día, entre controles y silencios, “Pato” le contó la verdad: “Doctor yo sobrellevo algo mucho más fuerte que esto. Perdí a mi hijo”. Él la escuchó largo rato y luego le dijo algo que nunca olvidó: “Con más razón tendrías que haber hecho terapia. Tu cáncer no fue genético, fue emocional”. Desde entonces, ese médico se convirtió en su faro: “Gracias a él y a Dios tengo esta calidad de vida. Él fue mi guía, mi psicólogo, mi calma”.

El brazo derecho le había quedado duro, tenso, sin vida. El médico le habló de sesiones de kinesiología, pero ella —porfiada, como se define— le pidió que le enseñara los ejercicios para hacerlos sola. “Dígame, doctor, qué tengo que hacer, yo lo intento en casa”, recuerda entre risas.

Y así fue. Todos los días, frente a una ventana, practicaba los ejercicios que ella misma bautizó con nombres propios: “el saludo de Hitler”, “limpiar vidrios” y “la arañita”. “Así los llamaba yo —dice—. Era mi manera de acordarme. Un día me di cuenta de que ya podía levantar el brazo. Y el médico no lo podía creer”. En esos gestos sencillos estaba su victoria: volver a mover el cuerpo que la enfermedad le había querido robar. Diez años después del diagnóstico, en 2020, la dieron de alta: “Me dijeron: ‘no queremos verte más’. Y yo pensé: ‘gracias, Dios, todavía sigo acá’”.

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Cada 9 de abril pone la mirada en el cielo, celebrando el natalicio de su único hijo: “Él fue y será la única razón de mi existir, hasta que volvamos a encontrarnos nuevamente”.

Hoy, en 2025, vive sola, jubilada, entre la nostalgia y el coraje. Busca armar un pequeño emprendimiento, arregla su casita, paga deudas de inquilinos que no cumplieron. Y sigue hablando con su hijo, como si estuviera al lado. “Mi vecina dice que estoy loca porque hablo sola —cuenta riendo—, pero yo le hablo a mi hijo y a Dios. Les agradezco por dejarme seguir”.

Antes de despedirnos, deja su mensaje, con la firmeza de quien conoce el abismo: “No hay que tener miedo. Hacerse los estudios, cuidarse, escuchar el cuerpo. Una ecografía se puede hacer a cualquier edad. Si yo pude, el otro puede también”.

La entrevista termina de noche, en esa misma casa del barrio Perón donde “Pato” aprendió a sobrevivir. No hay fotos en las paredes, solo silencio. El aire huele a fe antigua y a ternura contenida. “Él es Joel —dice, mirando hacia arriba—. Mi hijo, mi razón, mi herida y mi fuerza. Desde el cielo me acompaña cada día”. Su mirada se humedece apenas, pero enseguida se recompone: “No quiero que me vean como víctima. Quiero que vean que se puede. Que el dolor enseña. Que uno puede volver a amar la vida”.

Afuera el viento vuelve a soplar, suave, como si no quisiera molestar. Dentro, entre paredes sin cuadros y una paz que se gana día a día, queda el eco de una mujer que venció la muerte dos veces y todavía sigue dando pelea. Una auténtica guerrera de la estepa.

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