Alejandro Rojo Vivot (*)
Uno de los mejores indicadores de calidad de la democracia surge de los niveles de cumplimiento de las normas, tanto por parte de la población en general como por los responsables de los poderes públicos. En este sentido es bien sabido que en muchas regiones el acatamiento a lo pactado es muy infrecuente y, bastantes veces, ni siquiera tiene condena social. Desde el poco o nulo respeto al cumplimiento de la hora fijada, de las normas previstas para los peatones y conductores, de las obligaciones fiscales o la fehaciente rendición de cuentas, por sólo mencionar algunas, hasta generalizados actos de contrabando, corrupción, evasión fiscal, etcétera, demuestran el disvalor cultural predominante con relación a lo establecido y a la legislación en todos sus niveles. La transparencia es una forma de vida cuando nos relacionamos con los demás, de conducirnos en sociedad y de administrar los recursos comunitarios.
Por otro lado, son harto conocidas las nefastas consecuencias de muchas normas legales que, por sus efectos, significaron gravísimas repercusiones en la población como, por ejemplo, un notable incremento de la pobreza incluyendo la muerte por desnutrición, decrecimiento de las posibilidades de acceso a la salud pública, aumento de la corrupción, reemplazo del riesgo empresario con subsidios públicos, mega estafas a los ahorristas, el patrimonio público malvendido, desfinanciamiento estatal, otorgamientos arbitrarios de monopolios a determinados sectores corporativos, etcétera. Pero también es cierto que gran parte de las leyes y ordenanzas han contribuido a la generalización de la educación básica y la expansión de la secundaria y universitaria, el fomento de las expresiones artísticas y culturales, el resguardo del ambiente y del patrimonio arqueológico, el acceso a la vivienda, la construcción de infraestructura, el mejoramiento de las condiciones laborales, la protección de la infancia, etcétera.
Sin duda los textos legales contribuyen en mucho al desenvolvimiento de una comunidad por lo que, al tener como objetivo el desarrollo sustentable y afianzar una democracia de alta calidad en una comunidad, implica que la legislación establecida debe ser coherente en ese sentido. Pero esta cuestión no alcanza de por sí sola, pues es mucha la influencia de quienes medran con el nepotismo, clientelismo político, la corrupción, la impunidad, el autoritarismo y tantas otras formas aberrantes de accionar público.
El control ciudadano responsable
Por otro lado, es necesario llegar a la práctica de la ciudadanía responsable que, entre otras, significa respetar y hacer respetar las normas vigentes, incluyendo, por ejemplo, las obligaciones de todo ciudadano de aportar económicamente al sostenimiento del Estado y cumplir los reglamentos de convivencia cotidiana.
La práctica política, tanto como una forma de actividad comunitaria o como trabajo rentado, coadyuva al desarrollo de las comunidades; la cuestión de los desvíos ha adquirido una notable relevancia y afecta notoriamente a la credibilidad de hasta las más honestas de las iniciativas. De ahí la expresión de Mariano Moreno en el sentido de que no alcanza con que los gobernantes sean ecuánimes sino que, además no tengan otro camino distinto y agrega: las gentes son las que deben velar para que eso se cumpla.
Pongamos un ejemplo. El nepotismo, por lo menos, se remonta al año 474 de nuestra era cuando Flavio Julio Neponte llega al poder de Roma por ser sobrino del derrocado Constantino el Grande. Ese sobrino dura poco en el gobierno ya que en el año 475 es reemplazado por Rómulo Augusto, quien pronto es derrotado marcando el fin del Imperio Romano.
Entrado el siglo XXI existen asiduas prácticas de nepotismo cuando la única cualidad que exige la Constitución para ocupar los puestos públicos es la idoneidad, pero que, a veces, es reemplazada por el parentesco.
Neponte (sobrino, nieto o pariente en latín) fue, además, un símbolo del desbarranco de un poderoso Imperio que se resquebrajó por su propia decadencia centrada en la corrupción e impunidad. El nepotismo hoy en día es prueba de la deficiente calidad de la democracia y es la puerta abierta a las peores prácticas autoritarias.
La cualificación de la democracia se fortalece también a través de normas que claramente enfatizan el involucramiento de la población a través de disímiles mecanismos, en la búsqueda de la diversidad propia de los habitantes sin que la participación implique intentos de reemplazos o formas de cogobierno. La consulta pertinente, inclusive la vinculante, contribuye a la calidad en la toma de decisiones; pero también es sabido que la facultad de decidir es de quien la sustenta. La participación ciudadana en extremo puede caer en mecanismos asambleístas permanentes de muy difícil resultado positivo a la hora de conducir procesos. El justo medio es una ancha franja de posibilidades y circunstancias que, además, está estrechamente relacionado con la madurez y compromiso cívico de los miembros de cada comunidad. La participación significa indudablemente, compromiso activo y responsabilidad y un complemento clave con la actividad que realizan quienes llevan adelante tareas políticas partidarias.
En tal sentido, en una de las más bellas novelas de Jorge Amado, este autor brasileño describe en 1958 a un político de una agrupación partidaria de mediados del Siglo XIX: “No todos (…) lo eran de nombre. Ni todos amaban al pueblo solamente en los discursos de las vísperas electorales. Algunos había que tenían la capacidad de sufrir con él, de estar con él en sus momentos de desesperación. (…) le enseñó que la libertad es un bien supremo. Y que ella es conquistada por el pueblo en las plazas y en las calles, en los comicios y en los motines, en el interior de los teatros, en los desfiles públicos”.
(*) Consultor independiente
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