Cuando me fueron montando, después de haber trasladado uno de mis fragmentos desde el Complejo, ante el aplauso de unos 600 pobladores, percibí, desde mis 13 metros de altura, lo que estaba destinado a perpetuidad: los aires fríos del sur en mi torso, entumeciendo mis portentosos brazos, con el pampero a mi espalda, y a otear el norte, con aire receloso o esperanzador, de acuerdo a las intenciones de ese norte.

 

 

En aquel 1969, mi alma sabía de esa aldea pedregosa. Fui aprendiendo, siendo testigo de recién venidos que descongelaban el agua en tachos, y de cómo seguían ampliándose barrios ordenados y pulcros por orden de la estatal YPF. Veo lo que ni siquiera esos molestos “drones”, que de tanto en tanto revolotean por mi cabeza buscando alcanzar mi punto de vista: lazos solidarios, pero también inquina; alegrías solares, aunque nieves con algarabías; percibo vientos rabiosos o aires esperanzadores de esta comunidad, y, claro, oscuridades y misterios.

 

 

Unos me idearon con un trazo, José Cifuentes; otros me fueron erigiendo de a poco, bajo la guía del escultor Pablo Sánchez. Recuerdo a los albañiles, los más jóvenes usaban el pelo largo y silbaban temas de Sandro, Los Iracundos, Vox Dei y Daniel Toro. Daniel Toro, el folclorista enamorado de las muchachas de Caleta, quien acuñó lo del “pueblito azul”. Y lo nunca resuelto, mito o realidad, de que don Francisco “Chango” Lafuente, quien murió en el Hogar de Ancianos, fue el que puso los primeros versos de esa canción representativa, o también de aquella otra, desesperadamente romántica: “Escríbeme una carta”.

 

 

Muchas cosas pasan con los símbolos de acá. Por ejemplo, imperceptiblemente fruncí el ceño cuando en un acto presentaron la bandera de la ciudad y en el diseño yo no estaba. Soy una estatua sin ego, mi hieratismo lo demuestra, pero qué ha ocurrido con esa enseña, si hace 50 años los “viejos” de las empresas petroleras que regresan en las “chatas” pasan por aquí y me saludan a los gritos, felices de haber vuelto sanos y salvos a casa, yo simbolizo el hogar; esos vehículos que cargan a los otros “viejos” que suben para seguir la rueda imparable de los yacimientos. Si ayer nomás, antes de esta pandemia, todo aquel que pasara con sus lenguas extrañas, ya sea un matrimonio de Tokio, una familia de Sao Paulo, adolescentes de San Petersburgo, o un camionero chileno, todos, antes de seguir al sur o al norte por la ruta 3 se detienen a sacarse fotografías con el “coloso” patagónico. Dicen: más imponente que el “Larry” de Oklahoma. Porque acá, los sudamericanos no nos imponemos por la altura, porque aquel “Larry”, mi colega, será 10 metros más alto, pero aquel tiene la postura de un “capataz”, de un gerente, mano en cintura y apoyando la otra sobre una torre; en cambio, yo soy un boca de pozo que aprieta la válvula, un criollo que hace respetar su dignidad de laburante.

 

 

Lo dijo en La Opinión Zona Norte, el año pasado, uno de los albañiles. “El diseño fue de mi cuerpo, estuve muchas horas en posición con una válvula para que el escultor pudiera sacar el formato”, declaró don Celestino Águila. O sea, tengo el cuerpo de un criollo, de aquellos que fueron llegando de provincias del norte o de países limítrofes, de los albañiles Mansilla, Rementería, Villegas, Lemul, Mercado, Soto, Jara y Rígoli.

 

 

Y siempre aprendiendo del alma de este pueblo que amo por sus pasiones y por sus luchas: el agua, el mundial, Boca, River, algún temerario que se trepa a mi casco enarbolando alguna bandera, o familias portando fotos con rostros de caletenses con vidas cegadas en muertes violentas.

 

 

Alguna vez fui blanco, verde cobrizo o me acerqué exóticamente al dorado, alguna vez fui gris como el de los paquidermos, otra veces me resquebrajé. Curiosamente, me construyeron para representar a los petroleros, pero terminé representando los valores de aquel que asienta sus raíces espirituales para siempre en este lugar.

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