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Por Alicia Barrios (Diario Crónica)
La pobreza en Roma es un semáforo en rojo. Nunca se vio algo similar. Esto no escapa a la realidad de Europa. A sólo 20 kilómetros está la villa Tor Bella Monaca. Es el barrio más pobre. Viven 260.000 personas en una extensión de 113 kilómetros. Aquí se registra la mayor tasa de criminalidad y deserción escolar. Hay 14 clanes mafiosos. No entra la policía. No puede.
Tienen la mayor asistencia social por las necesidades que presenta, pero no alcanza. En tanto, las calles de Roma están penetradas por personas en situación de miseria extrema. No tiene precedentes la cantidad de gente que habita en las veredas, umbrales y plazas. Es una situación dramática. Los sin techo viven refugiados en la zona de San Pedro. La otra cara de la ciudad, que amanece sucia.
Hay millones de seres humanos en situación de calle. Proliferan los cartoneros. Esto se agravó con la inmigración por las guerras. La novedad es que muchos son italianos a quienes la falta de trabajo les ha ido consumiendo las esperanzas. Alrededor de las 244 columnas dóricas del Vaticano de 15 metros de altura es donde se aloja la tropa de pobres. Allí extienden sus cartones sobre el mármol helado, esperando que lleguen los voluntarios de la Limosneria Papal con comida caliente.
Después todos duermen bajo un mismo cielo. El amor y el corazón de Francisco es sin fronteras. A pesar del infierno que es el presente para ellos, a nadie le falta ropa ni un plato para comer. Él les hizo conocer el mate cocido y consigue empresarios que donan la yerba para que todos puedan tomar una taza humeante en pleno invierno. Desde 2014, gracias a Francisco tienen duchas, peluquería, lavadero y servicios.
Es asombroso el contraste de miles de turistas que pasan indiferentes y subyugados por las esculturas. La pobreza golpea Roma. En las selfies esta verdad no se refleja. El 20,9% de los italianos vive en pobreza absoluta y el 31%, en pobreza relativa. Cada vez que llego a La Stampa, la sala de periodistas de la Santa Sede, el encuentro con los sin techo es una fiesta.
Nos conocemos desde hace años, nadie podría explicarme cómo se enteraron de que estuve enferma y que por eso estuve un tiempo sin venir. Entiendo que es la calle, se informan de todo aunque no leen los diarios. Cada uno de ellos tiene su historia triste, solitaria y final. Mejor es no preguntar. Un código de comunicación.
Enseguida limpian y tapizan con cartones un escalón para que me siente con ellos. Así compartimos el café que traigo para todos de la máquina y compartimos charlas riquísimas.
Casi todos son melómanos. Aman la música. A veces cantamos canzonetas napolitanas. Reímos alegres de fe. Walter, Polo, Gino, Pascule y Karl son algunos de los tantos. Se sumó Ana Paula, una hermosa mujer, impecable, que fue bailarina, tiene 70 años y parece que tuviera 50. Se maquilla, encrema y aún ensaya. Su vida es un misterio.
Sólo sé que tiene tres hijos y que bailó para el público más destacado del mundo, la nobleza, políticos y artistas. Es una enciclopedia abierta de arte. Siempre hay un golpe duro que les da la vida y los expulsa a tomar la decisión de elegir este camino, dramático, pero para ellos no deja de ser la libertad. Nos despedimos hasta la próxima. Teníamos los ojos cerrados por las lágrimas.
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