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Por Javier Carrodani
Más allá del escándalo que por estos días signa la vida el ex presidente Alberto Fernández, ya transcurrieron casi nueve meses desde que dejó la presidencia y pueden hacerse algunas reflexiones sobre su gestión en el plano estrictamente político.
Es interesante recordar que Fernández fue presidente por una suma de circunstancias y que él nunca fue una figura que podría considerarse para tan alto cargo. Él mismo, hasta el día en que Cristina Fernández de Kirchner lo convocó para liderar la fórmula con la que ambos ganaron la elección de 2019, ni se imaginaba tal posibilidad.
Su perfil siempre fue el de un armador político que trabajaba para otros liderazgos. Tras iniciarse en el PJ Capital, tuvo un paso por Acción por la República, cuando acompañó a Domingo Cavallo en su postulación a jefe de gobierno porteño. A posteriori, fue el principal operador en Buenos Aires del desembarco de Néstor Kirchner, quien luego lo premió llevándolo como jefe de Gabinete en su gobierno, lugar que el mismo Alberto creyó que sería el lugar más alto de su carrera política.
Tras su salida del gobierno de Cristina en 2008, luego del conflicto con el campo, pasó a ser un fuerte crítico de la entonces presidenta. Fue el jefe de campaña de Sergio Massa en 2015 y de Florencio Randazzo en 2017, en clara oposición al kirchnerismo. Fue entonces que inició un camino de reconciliación con Cristina que culminó en esa fórmula presidencial.
Entonces se le presentó a Alberto una oportunidad única. Puede decirse que ni siquiera necesitaba intentar hacer una gestión brillante. Con evitar grandes tropiezos habría cumplido en buena medida con la expectativa lógica que podía tenerse con él.
En el plano internacional, sus participaciones en cumbres y sus reuniones con casi todos los líderes mundiales que coincidieron en el tiempo con él podrían tomarse como un aprovechamiento positivo de esa oportunidad que se le presentó.
Sin embargo, puertas adentro el panorama fue totalmente distinto. Tuvo dificultades que objetivamente le complicaron la gestión a todo nivel: la pandemia mundial de Covid-19, la guerra entre Rusia y Ucrania y la sequía de fines de 2022 y comienzos de 2023. Pero también hubo feroces disputas internas casi desde el inicio con el kirchnerismo, lo que dio cuenta de que, más allá del acuerdo electoral, no hubo un programa de gobierno debidamente consensuado entre los distintos socios de la coalición.
Tampoco ayudó que periódicamente diera señales de distanciamiento de Cristina, que comenzaron después de las PASO 2019. Alberto dejó de aparecer por el Instituto Patria y comenzó a recibir a empresarios e importantes dirigentes en unas oficinas que tenía en San Telmo.
El kirchnerismo tiene su cuota de responsabilidad también por haberle ido vaciando el poco poder que tenía, al punto de forzar la renuncia del ministro de Economía Martín Guzmán y hacer que virtualmente delegara el gobierno en Massa, quien desde agosto de 2022 se dedicó al mismo tiempo a administrar la economía del país y a construir su candidatura presidencial.
El otro gran punto clave del derrumbe de su imagen pública fue, claramente, la reunión de Olivos de mediados de 2020, algo que -más allá de si fue idea suya, o de Fabiola y él lo permitió- resulta increíble aún hoy de entender que haya sucedido, después del enérgico discurso para justificar el aislamiento estricto por razones sanitarias y de advertir que se sería inflexible con quienes no lo respetaran.
Cualquier reunión social, por pequeña que fuera, realizada en ese momento iba a ser tomada como una burla por todos los que sufrieron con el encierro y la pérdida de seres queridos. Cuesta creer que Alberto no lo comprendiera o creyera que nunca iba a trascender. Quizá también eso confirme que la presidencia de la Nación inevitablemente le quedó muy grande.
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