La virgen va al frente“, dice el cura de sotana roja ante no más de treinta personas. Cuando lo hace, un coro de mujeres irrumpe la ceremonia y dice: “Santa Bárbara bendita, que naciste en el cerro” y entonces la puerta se abre y dos mineros que custodian su imagen la llevan en andas hacia la calle.

La procesión camina ligero, azotada por un viento impiadoso. Para este domingo en Río Turbio, provincia de Santa Cruz, estaban pronosticadas lluvias, pero apenas si hubo algunos chaparrones. Los mineros que cargan a su patrona, los fieles y las mujeres que no cesan su canto tienen apuro. Unas cuadras más allá va a producirse el encuentro.

Son las 05:30 de la mañana y el cielo está completamente abierto. En YCRT es feriado porque es el Día del Minero y se realiza la celebración de Santa Barbara, su patrona y de los astilleros.

Es el único día al año en el que se les permite a las mujeres ingresar a las profundidades del socavón. Si acaso lo hicieran cualquier otro día, sólo Dios sabe los peligros a los que podrían enfrentarse. Quizás un derrumbe, probablemente el carbón deje de aparecer y con él, el futuro de todo el pueblo. Pero este domingo estamos bajo la protección de la virgen.

Los pasillos de la empresa están atestados de personas que aguardan hacerse un control médico para ingresar a la mina. Varias mujeres tienen un café en la mano y galletitas dulces porque les dio que la presión está muy baja o muy alta, y si eso no cambia en el transcurso de los próximos minutos, no van a ingresar a la gusanera.

El equipo de La Opinión Austral ingresa en el primer colectivo, que transita cuatro kilómetros hasta llegar al chiflón 6, para iniciar el recorrido a pie.

El mito que les prohíbe a las mujeres poner un pie adentro de la mina subterránea cuenta que la viuda negra se pone celosa y es algo en lo que los mineros ya entrados en años creen fielmente.

– Pueden ir al Bosque de duendes, es muy lindo- nos dijo Nico, el chofer que nos llevó hasta Turbio el día anterior.

– ¿Y por qué se llama así?- le pregunta Nazarena, la camarógrafa.

– Acá de noche, al costado de la ruta, se sabía ver a los duendecitos, se les veía la silueta. A mucha gente se le aparecieron. Yo nunca los vi.

Los mitos circulan de boca en boca y aunque no tengamos certezas, son un tema de conversación.

El interior de mina no es para cualquiera. A medida que avanzamos, la temperatura aumenta y respirar el aire viciado es complejo con el permanente polvo en suspensión. La única razón por las que nos permiten ingresar con equipos para filmar y celulares es porque la empresa habilitó un frente nuevo, que todavía no tiene gases y el peligro de que una chispa genere una explosión disminuye considerablemente.

Caminamos en total tres kilómetros de un circuito rectangular. Las mujeres hacen el trayecto en silencio, sobre un suelo irregular trazado por una vía. El túnel toma diversas dimensiones: por momentos se ensancha y en las diagonales aparece un aire fresco, y por otros se hace diminuto y no permite más que una persona a la vez.

De tanto en tanto suenan teléfonos que están incrustados en la piedra, otras veces las bombas de agua hacen explosiones de presión y el movimiento de la cinta transportadora no cesa, con una suerte de campana aguda.

Un hombre de mameluco naranja es el que da las directivas.  Está entrado en años, pero los ojos le brillan adentro del túnel.

– ¿Estás emocionado?

 Tengo veinticinco años en la empresa. Para nosotros hoy es un día muy importante. Vino gente de todos lados, pero los que menos vienen son los de Santa Cruz. Una pena.

La mayoría de las mujeres que caminan la procesión sin temor al espectro son de Buenos Aires, enviadas por la casa central de YCRT. Otras son esposas o madres de mineros que van a agradecer porque su ser querido vuelve a casa sano y salvo cada vez.

Pero Cristian no sólo está emocionado porque hay visitas, sino porque sabe que nos dirige hacia el monstruo en el que cree todavía más que en la viuda.

A medida que nos acercamos a los cuatrocientos metros de profundidad, los sonidos en la tunelera retumban con histeria y los desprendimientos de carbón hacen que más de uno se acomode el casco. Hacia un lado y otro de las paredes de la cavidad, patas de acero crujen contra el mineral negro, el cuerpo de ese monstruo tiene luces y su potencia hidráulica le permite construir todo un techo de andamios que evitan los derrumbes.

Cristian apura el paso y toma una de las patas, levanta una tapa, aprieta el botón y nos mira. Entonces, una paleta abandona el techo, lo deja semidescubierto y algunas rocas caen haciendo un estruendo terrible.

La bestia de metal se llama marchante y es la última adquisición de la única mina de carbón que existe en el país a manos del Estado Nacional. Decenas de patas y brazos ejerciendo una fuerza que antes demandaba la de decenas de hombres durante años. Más allá, otro aparato inicia su marcha contra la pared de carbón, con una especie de trompo que consume y escupe una cantidad de agua fenomenal, reemplaza la vieja tarea de los taladros manuales. La rozadora también es motivo de orgullo para los mineros, que saben que cuando no se invierte, se les va la vida.

En la galería nueve está la prueba de eso. Una placa con los nombres de los catorce mineros que en 2004 no lograron escapar de un incendio les recuerda que luchar por YCRT es luchar por ellos. Pero la galería de la memoria no es un punto fijo. A lo largo de los túneles y chifletes hay resabios de la intervención de Omar Zeidán y su virtual privatización macrista con la leyenda “persona no grata” o “buscado“.

“Bueno, acá pasó la peor parte”, dice Maicol, otro de los mineros que en el colectivo hizo de guía.

Llegamos al punto de partida, el chiflón seis, con dos mujeres menos que debieron ser retiradas en ambulancia como consecuencia de las condiciones del lugar.

– ¿Creés en el mito de la viuda negra o las mujeres podemos trabajar acá?- le pregunto a Marcela, que con su esposo llevaron a su hija adolescente a conocer la mina.

 Creo que las mujeres podemos hacer todo. Es un trabajo como cualquier otro y estamos capacitadas-, dice

– ¿Y vos?- le pregunto a la hija.

– ¿Nosotras acá? seeee– responde, torciendo la boca hacia su derecha.

El colectivo llega para llevarnos de vuelta al módulo, mientras otros contingentes de visitantes hacen su ingreso. Los cuatro kilómetros de vuelta más los tres a pie nos llevaron casi dos horas y no son ni el diez por ciento de la extensión de la mina, que produce lo que a unas cuadras ya es energía en la megausina.

Diez minutos más tarde la oscuridad se corta con una luz cegadora y todos nos tomamos la cara entre las manos. Afuera sigue chispeando y el viento hace que el carbón que cae por la cinta transportadora lo invada todo.

La procesión que carga a la virgen llegó a destino y a su encuentro llegan los mineros, que traen la suya desde 28 de Noviembre. Ambas imágenes, blancas, impolutas, de capa roja, son acompañadas por feligreses que cargan globos y ornamentas de color amarillo.

El cura se prepara para hablar de nuevo, esta vez a la intemperie y ante un puñado de vecinos y vecinas que promedian los setenta años.

– Se fue perdiendo, los mineros jóvenes no siguen a la virgencita, no sé por qué– dice una mujer de tapado rojo con piel sintética.

Este domingo en las comunidades de la Cuenca Carbonífera hay rezos, ofrendas florales, canciones, eucaristía, discursos breves y la fuerza de los que están para sostener una tradición. Tal vez los más jóvenes hayan elegido custodiar la memoria y con ella a la empresa de toda Santa Cruz. Eso también vale.

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