Gumercindo Alvarado, peón rural de Río Gallegos, capataz en la estancia Güer Aike, muere de un cáncer de pulmón en la habitación 307 del Facón Grande, hotel que pertenece al gremio de los trabajadores rurales (Uatre) y está ubicado en pleno microcentro de la Ciudad de Buenos Aires. El certificado de defunción subraya las 11:25. Es sábado. Su mujer Ana lo acompaña durante el tratamiento, pero la obra social del gremio –Osprera– no hace demasiado; sólo le consigue la atención ambulatoria en la clínica San José, situada entre los barrios Palermo y Recoleta. Su sala de internación, donde vive sus últimos momentos, es la pieza 307 del hotel Facón Grande.
“Es común que haya muertos en el hotel del gremio”, repite Cecilio Salazar, conspicuo ladero de quien supo ser el mandamás de la Uatre, Gerónimo “Momo” Venegas. El Facón Grande tiene su ingreso por la calle Reconquista 645; por el ala principal circulan turistas y los directivos del gremio; el ala secundaria está reservada para los tullidos, golpeados, cabecitas negras y agotados peones del campo, muchos con sus médulas hechas añicos por tanto glifosato aspirado, o con sus huesos desgastados por esa perversa costumbre del trabajo de “sol a sol” que todavía persiste.
“Es común que haya muertos en Facón Grande”, insiste Salazar. ¿Qué será lo común, normal, habitual? Gumercindo muere cerca del mediodía, pero recién solicitan una ambulancia cuando la noche empieza a caer. También llaman a la Comisaría 1ª, que está en la calle Lavalle, a pocas cuadras. De esa intervención surge el expediente de exposición N° 8.011 y se le da aviso a la Fiscalía de Instrucción N° 38. “Nada raro”, escribe la médica Mariela Schmidt. Lo “raro” está por venir.
“Era una posibilidad que muriera, pero no que lo trataran de esa manera”.
El Facón hace las veces de hospital cuando no lo es; Osprera hace las veces de obra social cuando tampoco parece serlo. Gumercindo llega a pasar tres días arrumbado en esa pieza pequeña, lúgubre, sin digerir comida porque la rechaza. No hay autoridad que se haga cargo de su internación. “¡Ustedes lo que hacen es matar al afiliado!”, les grita Doris, hijastra de Gumercindo. Y así ocurre.
El sábado 30 de noviembre de 2013 lo despachan muerto por la puerta principal del Facón Grande, en silla de ruedas, quizás para disimular eso que para ellos es lo normal y habitual. Lo suben a la caja de una camioneta utilitaria, luego lo meten dentro de una bolsa negra, sin certificado de defunción, ni ningún papel legal para su traslado.
Osprera -que en ese momento es conducida por Venegas, más preocupado por codearse con la Sociedad Rural Argentina que de sus afiliados- se lo quita de encima lo más rápido posible. Quizás piensan que es mucho más barato trasladar el cuerpo de esa manera; creen, quizás, que así evitarán dar explicaciones de por qué otro trabajador muere sin la atención médica prometida en su porteñísimo Facón Grande, hotel que toma su nombre del anarquista José Font, uno de los que inmortalizó esa Patagonia trágica y rebelde, pero que no le rinde honores.
Ana, su mujer, permanece horas en esa habitación 307 sin saber qué hacer. Tal es el apuro para despacharlo que ni siquiera le remueven la sonda nasal que lo alimenta. Llega a Río Gallegos dos días después, en peores condiciones que un cordero cuando es enviado al matadero. Su familia aún se retuerce ante esa imagen.
Mate amargo
Gumercindo nació en Alto Río Senguer, Chubut, en la mañana del 8 de septiembre de 1956. Cuando tenía 22 años, su hermana Sofía viajó a Río Gallegos y él se quedó con su madre Lidia y el resto de sus hermanos y hermanas. Sus primeros trabajos fueron por día, saltó de estancia en estancia con la precariedad que caracteriza a los jornaleros; pasaron varios años hasta que vio un recibo de sueldo por primera vez. Fue puestero, amansador de caballos ariscos y capataz.
Una de las cosas que más le gustaba era vestirse de gaucho, con las botas, las bombachas, el cinturón, el cuchillo a la cintura, el poncho con bordados especiales hecho por sus hermanas, el sombrero y el pañuelo, igualito a como se visten en las jineteadas que surcan los distintos rincones de la Patagonia o como aquellos gauchos de cotillón que visitan el empedrado de la Sociedad Rural porteña para su exposición anual. Le gustaba el trabajo en el campo, pero más la idea de ser un “gaucho”.
“Viste como es la gente del campo, pasaban meses enteros sin bajar a la ciudad; la gente de campo recibe órdenes del patrón y trata de cumplir. Lo que dice el patrón es palabra santa y a Gumercindo le gusta cumplir”. Así lo recuerda Sofía, su hermana mayor.
De los “gauchos” también le agradaba la música; la guitarra y el acordeón son dos instrumentos que lo acompañaron en cada una de las estancias por donde puso el cuerpo. Porque los peones rurales viven a cuenta del desgaste de su propio cuerpo. Tampoco faltaban los cigarrillos armados que humeaban entre mate y mate. “Mate Amargo era la ranchera que siempre tocaba”, recuerda Lidia, otra de sus hermanas. Lidia (Valencia) también se llamaba su madre; su padre, Gumercindo. Ambos eran chilenos.
Antes de la guerra de Malvinas, viajó a Río Gallegos. Llegó a la capital santacruceña y quiso probar suerte en otro oficio. Se metió en la Policía Provincial. Estuvo en Río Turbio, cerca de la frontera con Chile, en donde el carbón está llamado a ser el alma de la Cuenca; después pasó varios meses por el Tucu.
Abandonó la Policía (o la fuerza lo dejó a él) y volvió a domar caballos salvajes. Nuevamente el duro oficio de ser jornalero, de estancia en estancia. En la provincia de Santa Cruz hay 596 establecimientos, que abarcan un poco más de 13 millones de hectáreas. De ese total, 182 “empresas” se quedan con el 70 por ciento de las tierras. Resabios de una Patagonia usurpada.
Gumercindo estaba en posición fetal, con la sonda nasal todavía puesta
No es sencilla la vida en los campos patagónicos; decenas de miles de hectáreas que deben ser recorridas por muy pocos trabajadores; no todos viven en casas, casillas, habitaciones calefaccionadas, a pesar de las temperaturas bajo cero y el viento ensordecedor. Postales de la precariedad laboral; incluso, muchas veces quedan aislados, tanto como para no enterarse de la existencia de una pandemia global porque su único medio de comunicación, la radio, se quedó sin pilas.
El último empleador de Gumercindo fue Jerónimo Trutanic, dueño del campo Güer Aike, ubicado a 30 kilómetros del ejido de Río Gallegos, casi sobre la Ruta 3, con una extensión de 28.000 hectáreas. Como la mayoría de las tierras de la provincia, esta estancia pasó por manos inglesas, aunque nunca fue “de la compañía”, como suele reconocerse a los grandes conglomerados británicos que se beneficiaron con la distribución de campos por su financiamiento a la mal llamada Campaña del Desierto.
Gumercindo ingresó a Güer Aike en junio de 2003; por entonces cobraba el sueldo de un “ovejero”, 504 pesos. Su trabajo era recorrer las 28.000 hectáreas de la estancia con su caballo, mover de un lugar a otro los animales, tenerlos listos para la esquila. Todo el año laboreaba a la intemperie, junto a su perro.
– Mirá tío, vos podés hacerte todos los estudios acá (Río Gallegos, Santa Cruz), en Buenos Aires te van a decir lo mismo. Yo puedo ayudarte, no es necesario que pidas una derivación para una tomografía porque vas a tener que empezar de cero.
– No, yo quiero ir a Buenos Aires.
Gumercindo ya había arreglado su traslado con la obra social; su sobrina Silvia, enfermera en el Hospital Regional de Río Gallegos, no pudo convencerlo de quedarse. “Gumer tomó la decisión, eso nos tranquiliza como personas. Era una posibilidad que muriera, pero no que lo trataran de esa manera”. El 20 de octubre de 2013 se subió a un avión de Aerolíneas Argentinas con destino a Buenos Aires. Había cumplido 57 años.
“Él tenía sueños, quería volver a su pueblo y quería viajar; tuvo la oportunidad de comprarse su cero kilómetro, entonces un día le pregunté qué iba a hacer de su vida con el auto nuevo, una vez que se jubilase. Estoy pensando en viajar. Ya estaba muy enfermo igual”, recuerda Silvia.
Su última travesía corrió por cuenta de Osprera, que lo metió dentro de una bolsa de basura negra para trasladarlo casi 3.000 kilómetros desde Buenos Aires a Río Gallegos. Llegó en estado de descomposición.
Un muerto sin papeles
– Hola María Inés, tenemos una situación. Llegó un muerto sin papeles.
– ¿Cómo sin papeles? ¿De dónde? ¿Avisaron a la Policía? Así no se lo puede recibir, que lo lleven a la morgue.
María Inés Ilhero es la dueña de la cochería “Ilhero”, un negocio familiar con 72 años de trayectoria ubicado en la calle 25 de Mayo. Ya pasaron casi 7 años desde que recibió la llamada de su empleada advirtiéndole de una irregularidad tan flagrante como dolorosa.
Y todavía no lo puede creer. “Llegó sin nada, sin ningún papel ni certificado de defunción; tampoco había un certificado de traslado. Ni hablar de un cajón cerrado”. Casi que se la puede ver del otro lado del teléfono agarrándose la cabeza.
Silvia, Sofía, Lidia, Doris y otros familiares y amigos de Gumercindo lo esperaban en la puerta de Ilhero. Ana, su mujer, recién llegaría en el vuelo de la noche. La camioneta que salió de Buenos Aires el sábado 30 -sin ningún tipo de identificación ni documentación habilitante para trasladar a un muerto- llegó el lunes 2 de diciembre por la mañana, luego de 36 horas de viaje en las que tuvo que atravesar tres provincias.
La utilitaria arribó por la Ruta Nacional 3. A 20 kilómetros del ingreso a la ciudad está el portón de la Gendarmería. Nadie les preguntó nada. En 3.000 kilómetros recorridos, nadie los paró en ningún control; nadie notó nada extraño cuando frenaron a comer o a cargar nafta, cuando para trasladar un cordero hay que mostrar hasta el ADN del animal. Nadie percibió el tufo pestilente que salía de esa camioneta. O a lo mejor sí les preguntaron y el “Momo” Venegas, quien años más tarde sería un aliado político del presidente Mauricio Macri, arregló todo para que nadie hiciera preguntas incómodas.
– ¿Qué están haciendo? ¿Están bajando algo? Voy a ver qué pasa-, le dijo Silvia a Antonio, otro hermano de “Gumer”, que años más tarde también murió de cáncer.
La camioneta se metió marcha atrás dentro de la funeraria. Dos personas salieron de la parte trasera y dejaron en el piso, tirada, una bolsa negra. Silvia abrió la bolsa. Gumercindo estaba en posición fetal, con la sonda nasal todavía puesta y la misma ropa con la que había partido de Río Gallegos, un mes y medio atrás.
– ¡Antonio! ¡Mirá! ¡Tiene un golpe en la cabeza! ¿¡Qué es esto!? ¡Así no lo podemos velar, ustedes tienen el derecho de pedir una autopsia!
– Ya está, no hay nada qué hacer, ya está-, repetía Sofía, con la misma resignación que suelen ejercer los peones rurales.
“¿De qué murió? ¿Lo mataron? ¿Y si tenía una enfermedad contagiosa? Los cuerpos que tuvieron algún virus no se pueden trasladar”. Todavía no eran tiempos de pandemia. A María Inés Ilhero le brotaron todas estas dudas. A los cinco minutos cayó la Policía. “Gumer” tenía que ser trasladado a la morgue.
Para poder enterrarlo, el dueño de la estancia Güer Aike gestionó “los papeles” a Buenos Aires y pagó de su bolsillo todo el servicio fúnebre. “Cuando comienzo con el descargo en la Policía, me llaman de Ilhero para decirme que habían mandado los papeles”, recuerdan en su familia.
Gumercindo fue anotado en el registro de defunciones Tomo 2° T, Número 1.115, del 2 de diciembre de 2013. Ese día ya estaba en Río Gallegos. “¿Cuál es el problema, si vino en una bolsa mortuoria?”, respondieron los dos hombres que llegaron con el cuerpo de Gumercindo al momento de ser increpados por amigos y familiares. Después huyeron para evitar más preguntas.
Dentro de la Uatre y Osprera ocultaron el tema; lo silenciaron. Pasaron los años, el “Momo” Venegas también murió, fue reemplazado por otro personaje de nombre Ramón Ayala y todo siguió igual. Existen otros Gumercindos en el sector rural -donde el 60 por ciento de sus trabajadores a nivel nacional son informales- que viven y mueren en los hoteles fantasmas de la Uatre, tratados peor que los corderos enviados a faena.
(Texto escrito para el taller de crónicas periodísticas de la Fundación de Periodismo Patagónico).
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