Ajuste es la palabra mágica. La palabra que se traduce en un kilo de carne a 10.000 pesos, devaluación del 100 por ciento, fuertes aumentos de servicios y transporte, aumento del 80 por ciento del combustible en una semana, y la lista sigue. De los salarios y jubilaciones, por el momento no hay nada que decir, tal como lo dejó -¿en claro?-, el vocero presidencial Manuel Adorni.

Las primeras reacciones en las calles hablan de una mezcla de resignación, esperanza, aceptación y temor. Especialmente los votantes de Milei declaran que el ajuste es necesario por el desastre heredado y para establecer las bases de “una Argentina que vuelva a ser potencia mundial”.

Un ajuste que por el momento apenas roza a la casta pero que pega de lleno en la clase media, en la baja, en los asalariados y en los pequeños comerciantes.

La aceptación por parte de la sociedad de este sufrimiento, de este sacrificio que adelantó Milei en su discurso de asunción, dependería de tres cuestiones: esperanza, profundidad y tiempo.

Esperanza, que convive con el temor, en que este sacrificio servirá para que en un futuro comience a mejorar definitivamente la vida de los argentinos. ¿Cuánto durará este sentimiento? ¿Cuándo comenzaría a resquebrajarse? Esto dependerá de los otros dos factores.

La profundidad del ajuste, porque a esa clase media que votó a Milei le resultará aceptable y comprensible resignar las vacaciones, las salidas al cine o a cenar en un restaurante, o no comprarse ropa o zapatos nuevos. ¿Pero si tiene que sacar a sus hijos de la escuela privada, si tiene que borrarse de la medicina prepaga y hacer cola en el hospital, si solo puede comer carne una vez a la semana?

Y esto nos lleva al tiempo. ¿Cuánto durará el sacrificio hasta que se vea la luz en el horizonte? ¿Tres meses, un semestre, un año, más? La paciencia de cada uno dependerá de la capacidad de su bolsillo. Pero en términos generales, los argentinos no nos caracterizamos por tener una gran paciencia.

Esto nos lleva a otra frase muy escuchada en estos días.

“El país es como una casa, si entran 100 pesos no se pueden gastar 120”. Frase que se repitió en las últimas horas en boca de funcionarios y analistas. “Y si venías gastando más, ahora tenés que devolverlo y no hay amigo a quien pedirle plata, así que vas a tener que recortar fuerte tus gastos”, es la siguiente consigna.

Suena lógico. Y sí. Hasta ahí las frías cifras de la economía, de la doméstica y de la de un país. Pero ahí entra la política, la tan denostada política. Esas decisiones políticas que toma un Gobierno que es por dónde recortar y a quién afectar, y el espejo de lo que ocurre en una casa cuando los padres se sientan en una mesa y deciden en qué van a dejar de pagar. Ahí, es obvio, papá y mamá se sientan a hacer política.

“No vamos de vacaciones y dejamos de salir a comer afuera, y cortemos con el delivery”. Recortes que suenan lógicos. Son dolorosos pero necesarios. ¿Pero cuándo con eso no alcanza?

¿Si ese ajuste en la economía del hogar continúa por largo tiempo y a papá y a mamá no solo no le aumentan el sueldo sino que a uno le recortaron las horas de trabajo?

Ahí las decisiones a tomar son durísimas. “O pagamos la prepaga o la escuela de los chicos, las dos cosas no se pueden”, plantean los padres. “La carne va a ser una compra especial, no vamos a poder comer milanesas dos veces por semana, será una vez cada quince días”, otro recorte. ¿Y los remedios de la abuela? “No los podrá tomar todos, hay que hablar con el médico”, otro.

Cuando papá y mamá se sientan a hacer el ajuste hogareño están haciendo política. Y no es menor sobre quién cargan los costos de los recortes; la educación de los chicos, la salud de la abuela, la comida diaria, entre otras. Son decisiones tan terribles, que tienen que llevar a ambos a plantearse si es la única salida. Si no tienen que hacer un esfuerzo porque se puede ser tan brutal y la estrategia tiene que ser otra, en la forma y en los tiempos.

¿El gobierno de un país no tendría que plantearse lo mismo?

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