Usted se postula, pero la gente no lo ve en carrera”, le dijeron a Néstor Kirchner en una entrevista allá por 2002, cuando las esquirlas de la implosión del Estado, provocada por el pésimo gobierno de la Alianza, todavía volaban por los aires.

Hacía dos años que el gobernador de Santa Cruz tejía un proyecto alternativo para Argentina, pero no contaba con la plata del menemismo, las provincias del centro, ni el apoyo de los medios.

El gobierno de Néstor Kirchner representó al populismo de centro izquierda.

La campaña mía sería la campaña del Quijote. Pero si la gente está dispuesta a cambiar en serio, podrá apreciar a un hombre que tiene una historia que puede mostrar porque es una historia y no un prontuario”, fue la respuesta.

Veníamos del fin de la convertibilidad, que dejó una moneda imposible para la industria nacional. Cierre de fábricas, quiebre de empresas, desocupación en ascenso, aumento de la pobreza. El megacanje para postergar vencimiento de deuda, el corralito, el escándalo de los sobornos para aprobar una reforma laboral impuesta por el norte, los cacerolazos, el estado de sitio, la renuncia, el helicóptero, los muertos por la represión.

La protesta social y el “que se vayan todos” no terminó con la salida de Fernando de la Rúa y poca esperanza había de que las soluciones pudiesen venir de la mano de la política. Todo eso cambió con él.

Hay una idea, muy defendida por el neoliberalismo, que dice que el Estado es mejor cuando quienes intervienen son actores técnicos. De ahí que durante el macrismo se vendiera ante la sociedad al “mejor equipo de los últimos cincuenta años” y que sus ministros fuesen mostrados en televisión como hombres -sobre todo hombres- con experiencia en el sector privado.

La lógica del kirchnerismo nos mostró otra cosa: que la frialdad del institucionalismo no era ni más ni menos que sostener el status quo y que se podía cambiar el orden institucional poniendo como prioridad a las demandas populares.

Pero, ¿era posible eso sin confrontar? Claramente no, y por eso se monta sobre el dirigente “pingüino”, que había asumido con apenas el veintidós porciento de los votos, la idea de un gobierno autoritario, le dan el mote de “régimen” y, aunque suene insólito a la luz de los acontecimientos que vivimos hoy en nuestro país, también de antidemocrático.

Tenemos que dejar de sentir vergüenza de las cosas que defendemos, nos quieren hacer sentir a veces que son posturas que deben ser revisadas en nombre de la supuesta racionalidad. ¿Qué es la racionalidad, amigos y amigas, compañeras y compañeros? ¿La racionalidad es bajar la cabeza, acordar cualquier cosa pactando disciplinada y educadamente con determinados intereses, y sumar y sumar excluidos, sumar y sumar desocupados, sumar y sumar argentinos que van quedando sin ninguna posibilidad?”, dijo Néstor en 2004, durante el Encuentro Nacional de la Militancia.

Para entonces ya se había metido con la Corte Suprema, a la que le pidió su salida. No con decretos de necesidad y urgencia como sucedió con la alianza Cambiemos, sino a través del Congreso, que activó el juicio político. Entre otras cosas, la Corte amenazaba con volver a dolarizar la economía, un asunto estrictamente de la política, como lo son los recursos de la coparticipación o las elecciones provinciales.

En este punto es interesante lo que decía en 2014 el historiador y filósofo Ernesto Laclau, quien fuera pareja nada más y nada menos que de una de las teóricas políticas más reconocidas del continente, Chantal Mouffe.

No hay nada antidemocrático en una reelección indefinida; en Inglaterra el primer ministro no tiene límites en la medida en que sigue siendo votado. En Alemania sucede exactamente lo mismo y nadie habla de que estos regímenes no sean democráticos. Lo que me parece antidemocrático es que, si hay una identificación popular con una cierta figura, la gente no la pueda seguir votando porque hay un impedimento institucional, es decir que esto es una forma de coartar la voluntad popular”.

“La campaña mía será la del Quijote”, decía el candidato más austral que tuvo la historia.

Sin micrófonos y con las tapas de los diarios en contra, el gobierno de Néstor generó transformaciones sociales cuyo retroceso supondrían en la actualidad un costo altísimo para cualquier signo político. Aunque, claro, ampliar esos derechos para incluir a las infancias, las diversidades, las madres solteras, los estudiantes y permitirle a más gente acceder al consumo, genera todavía fuerte rechazo en una porción de argentinos y argentinas.

Por eso las amenazas del libertario Javier Milei, por eso la bronca con los planes sociales, por eso antes el macrismo con esta cosa meritócrata que nos quiso hacer creer que aquello no era dignidad, equidad, inclusión, ascendencia social, sino que vivíamos de una ilusión.

Hoy, como hace veinte años, las mismas fuerzas con distintos rostros defendiendo un país para pocos.

Hablar de populismo es para muchos hablar de demagogia, de poner en peligro a la democracia, de autoritarismo. Y esas voces que pregonan que Néstor Kirchner fue todo eso -y también el gobierno de Cristina- son las que no sólo atacan la forma en la que el kirchnerismo respondió a las demandas populares, sino que estigmatizan esas demandas. Lo hacen por una razón: son los que generaron la carencia, esas semanas, cuando bajo las formas de neoliberalismo o propuesta liberal ahora, corrieron al Estado de su centralidad.

Lo cierto es que hace veinte años Néstor Kirchner cambió las cosas y ningún espacio opositor logró revertirlas ni construir algo que perdure. Proscrito o no, hay kirchnerismo para rato porque lo cuida la gente. Es un defensa propia. Ahí el legado más perfecto.

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